—No debería haber accedido—les digo a mis amigos a la mañana siguiente—. No la conozco de nada, podría ser una asesina en serie. Una muy guapa y encantadora, pero una asesina.
—O no—dice Alicia a duras penas tirada en la cama. Su pelo rosa le cubre la mitad de la cara—. Jamás lo sabrás si no quedas con ella.
—¿Qué consejo de mierda es ese? —pregunto más alto de lo que pretendía. Ellos hacen una mueca de dolor.
—Y yo que sé, tengo resaca—se excusa con un quejido—. Pregúntale mejor a Carlos.
—Yo sigo borracho—murmura tapándose los ojos con el brazo—. No vuelvo a beber. Me declaro abstemio. —Ahogo una risa.
No se lo cree ni él.
—Así no me ayudas. —No se inmuta cuando le golpeo con uno de sus cojines en la cara.
¿En qué momento hemos terminado los tres en su cama? Cosas de vivir juntos, supongo.
—Eso lo dices porque anoche apenas bebiste—me reprocha apartando la almohada.
—¿Y de quién fue la culpa? —inquiero arqueando una ceja.
—Tuya por no atreverte a acercarte a la barra—me reprocha Alicia reincorporándose poco a poco.
—Os pedí que pidieseis por mí y no quisisteis, así que… es culpa vuestra que yo no tenga resaca—me defiendo levantando las manos.
—¿Nos está culpando o dando las gracias? —quiere saber mi amigo con un quejido. Siempre es el que peor acaba y también el primero en animarnos a beber.
Le vuelvo a pegar con la almohada, pero esta vez la bloquea con la mano.
—No me estáis ayudando—les recuerdo—. ¿Qué hago con esta…?
—Cita—termina Alicia por mí.
—Quedada—corrijo. No es una cita. De ninguna manera.
—Cita—insiste mirándome—. ¿Dónde habéis quedado?
—En el árbol que hay en la Plaza del Pilar, a las seis. —Me dejo caer sobre la cama con las manos en la cara. Carlos gruñe cuando le doy sin querer—. No sé si debería ir, podría ser una broma. No podría volver a ese bar si lo fuera y ya sabéis lo mucho que me gusta.
—Elena, deja de poner excusas para no ir y reconoce de una vez que te da miedo. —Se sujeta la cabeza con las manos.
—¡Claro que me da miedo! ¡Os lo estoy diciendo! —Mi amigo se queja por mi grito involuntario.
—Miedo de quedar con ella no, boba—dice exasperada—. Miedo a que vaya bien y empecéis a salir.
Frunzo el ceño ante su afirmación. ¿Cómo puede decir que me da miedo que algo salga bien? ¿Eso es posible? No, yo tengo miedo de llegar allí ilusionada y que me dé plantón. A mí me asusta decir algo vergonzoso y ser incapaz de volver a mirarla a la cara. Me aterran todas las cosas que podrían salir mal porque no sé cómo gestionarlas.
—Esa acusación es ridícula—termino diciendo mientras me incorporo para mirarla a sus cansados ojos marrones; anoche no se desmaquilló y parece un oso panda.
—Elena, te quiero, pero ahora mismo mi cabeza no es capaz de argumentártelo—murmura soltando un largo suspiro—. Además, tampoco cuento con el apoyo de Carlos… Está en su propio mundo.
—Mentira—comenta el mencionado—. En mi mundo la resaca no existe, solo la borrachera.
—Os traeré un ibuprofeno. —Me levanto.
—Por favor—oigo suplicar a mi amigo.
Con las pastillas en la mano me miro en el espejo. ¿Qué hago? Si no voy y ella aparece le estaré haciendo lo mismo que temo que me haga. No puedo hacerle eso. Además, tampoco sería la primera vez—ni la última—que una chica me deja plantada, sobreviviré.
«Tú puedes, Elena. Todo irá bien y si no se presenta… Siempre puedes ir a por un chocolate con churros e ir a llorarle a la Virgen».
Me miro una vez más antes de volver a la habitación. Mis amigos no se han movido de su posición, pero giran las cabezas cuando les digo:
—Iré.
⛸️⛸️⛸
Estoy temblando y no del frío precisamente. Bueno, puede que este tenga un poco de culpa, es difícil ir guapa con tantas capas encima. Prefiero el calor, aunque aquí sea demasiado extremo para mi gusto.
Adoro la decoración navideña, las luces sobre mi cabeza, los puestos abarrotados de gente curiosa, el Belén Gigante con su típica fila interminable e incluso el Árbol de los Deseos que tengo delante. Los leo mientras espero para evitar pensar en todos los posibles escenarios catastróficos que podrían ocurrir, empezando por el plantón.
«He llegado pronto, tranquila—intento calmarme—. Vendrá».
La mayoría de deseos son de personas que piden poder pasar la Navidad con sus familias. Entiendo lo que es vivir en una ciudad diferente a la de tus padres, tener la incertidumbre de no saber si podréis juntaros por culpa del transporte y las vacaciones. Esos fueron mis mayores miedos el primer año que vine a Zaragoza para estudiar. Yo soy afortunada por no tener a mis padres demasiado lejos. No quiero imaginarme lo que sería tenerlos en la otra punta del país… o en uno distinto.
—Siento llegar tarde, ¿has esperado mucho? —pregunta tocándome el hombro. Me doy la vuelta enseguida.
Lleva un gorro negro, tiene las mejillas sonrojadas por el frío y bajo las luces doradas su pelo rubio parece tener un brillo propio. Es más alta que yo, unos cinco centímetros que el día anterior no noté por los patines y los tacones que me puse por la noche.
«Qué guapa es—pienso—. Contrólate, Elena. No digas nada raro».
—Solo han sido cinco minutos—respondo tratando de sonar despreocupada.
No voy a decirle que no siento los pies porque estaba tan nerviosa que he llegado pronto.
—Bueno… ¿Qué plan tenías? —pregunto balanceándome sobre las puntas de mis congelados pies.
—No me odies mucho, pero he pensado que podría enseñarte a patinar. —Señala con el dedo la pista al final de la plaza, junto a la cascada.
Mis ilusiones se rompen en pedazos. No era una cita, solo intentaba ser amable y enseñarme. Qué tonta me siento.
—No hace falta que lo hagas por mí, en serio—trato de salir del paso sin que se me note la decepción—. No creo que quieras ir a tu trabajo cuando no te toca.
—¿Bromeas? Para mí patinar no es trabajo, es mi vida—afirma con los ojos brillantes—. Acabo de llegar a la ciudad y no se me ocurría nada más. Aunque si lo prefieres podemos hacer otra cosa.