La lluvia comenzó a caer suavemente sobre los tejados al amanecer, marcando un contraste con la calidez que Iraide sentía en el pecho. Esa mañana no era como las demás. Había una intención distinta en cada uno de sus movimientos, una energía contenida que la impulsaba. Mientras preparaba café, su mirada se perdía por la ventana, siguiendo el rastro de las gotas que recorrían el vidrio como si trazaran caminos nuevos.
Asher aún dormía, su respiración acompasada era un recordatorio tranquilo de que, al menos por un momento, el mundo podía ser un lugar seguro.
Las palabras del día anterior seguían resonando dentro de ella: “crear algo que refleje lo que somos.” Esa idea la había acompañado hasta quedarse dormida y la había despertado antes del alba, con una mezcla de nervios y entusiasmo. Durante años, había temido dar ese salto hacia lo desconocido. Ahora, por primera vez, no sentía vértigo. Sentía impulso.
Después del desayuno compartido entre silencios cómodos y miradas cómplices, ambos caminaron juntos hacia la galería, no como visitantes ni como simples soñadores, sino como constructores de algo nuevo. El espacio, que durante tanto tiempo había sido territorio de Asher, comenzaba a abrir sus puertas a nuevas ideas.
—He estado pensando en ese proyecto —dijo Iraide, mientras recorría la sala principal—. ¿Y si no solo fuera arte y literatura? ¿Y si fuera también un refugio? Un lugar donde otros pudieran compartir sus historias, donde el arte no solo se muestre, sino que se cree, se escriba, se viva…
Asher la miró con esa mezcla de admiración y ternura que sólo él sabía expresar.
—¿Un espacio vivo? —preguntó, como si la idea se encendiera en ese instante.
—Sí —dijo ella, cada vez más segura—. Un lugar para crecer. Para sanar. Para empezar. Podríamos ofrecer talleres, exposiciones interactivas, ciclos de lectura, incluso residencias para artistas y escritores emergentes. Un espacio donde el arte no sea una élite, sino una comunidad.
Él asintió lentamente, cruzando los brazos, imaginando cada rincón con esa visión.
—Raíces y alas —dijo finalmente.
—¿Qué?
—Así podríamos llamarlo. Porque es eso lo que queremos dar a quienes vengan. Raíces para sentirse seguros. Alas para volar hacia lo que sueñan.
Iraide sintió cómo algo dentro de ella se acomodaba en su sitio. Era el nombre perfecto. Era la promesa de todo lo que habían vivido y todo lo que aún querían vivir.
Esa misma tarde comenzaron a delinear los primeros pasos: el nombre, el concepto, una lista de contactos, las personas a las que querían invitar. No era solo una idea; era el germen de una nueva vida. Entre risas, café frío y bocetos improvisados sobre servilletas, el sueño comenzaba a tomar forma. Y lo más hermoso era que lo hacían juntos, sin miedo.
—¿Y tú libro? —preguntó Asher en un momento de pausa—. No quiero que lo postergues por esto. Tu voz es parte fundamental de lo que estamos creando.
Iraide lo miró, conmovida por su manera de cuidar incluso lo que ella a veces olvidaba priorizar.
—No lo postergaré. Creo que por fin sé lo que quiero contar. Ya no se trata solo de mí. Se trata de todo esto. De cómo sobrevivimos. De cómo elegimos amar incluso cuando es difícil.
La noche los encontró aún en la galería, rodeados de ideas garabateadas y luz cálida. Afuera, la ciudad seguía su curso, indiferente, pero dentro de esas paredes algo extraordinario estaba naciendo. No era solo un proyecto. Era un hogar.
Cuando salieron finalmente, caminando bajo la brisa que aún guardaba rastros de la lluvia matinal, Iraide sintió que algo dentro de ella había echado raíces. Pero también, por primera vez en mucho tiempo, sentía que tenía alas.
Y con Asher a su lado, estaba dispuesta a volar.
Editado: 01.06.2025