El aire olía a jazmín y madera mojada por la brisa de la tarde. La boda se celebraba en el mismo patio trasero donde, años atrás, Asher e Iraide habían organizado la primera lectura de su proyecto. Ahora, las enredaderas abrazaban las paredes como testigos silenciosos del tiempo, y las luces colgantes titilaban como si respiraran con cada risa.
Todo estaba hecho a mano, con cuidado. Las sillas eran distintas entre sí, recogidas de casas de amigos y mercados de pulgas. Los arreglos florales eran silvestres, sencillos: lavanda, paniculata, hojas de olivo. Cada invitado tenía una pequeña tarjeta escrita por Iraide con una cita o un recuerdo compartido.
No era una boda lujosa, pero sí sagrada.
Iraide caminó hacia el altar con paso firme, sin música de fondo, solo el murmullo del viento entre las hojas y los suspiros emocionados. Llevaba un vestido de lino crudo que su hermana le había ayudado a coser, con los hombros descubiertos y el cabello trenzado con flores lilas. En su mirada no había nervios, solo certeza.
Asher la esperaba con un traje azul marino sin corbata, con una ramita de romero prendida en el bolsillo. Cuando la vio llegar, se le humedecieron los ojos. En ese instante, no vio solo a la mujer que amaba, sino a la compañera de camino, la que había estado allí cuando todo parecía incierto. La que había dicho “sí” incluso antes del altar.
Las palabras que se dijeron no siguieron ninguna ceremonia tradicional. Hablaron desde el corazón, sin papeles, con la torpeza hermosa de quien se entrega sin ensayo.
—Te elijo con mis dudas, con mis miedos y con todo lo que aún no sé de mí —dijo Asher—. Porque contigo, incluso el caos tiene sentido.
—Te elijo como se elige lo esencial —respondió Iraide—. No porque sea fácil, sino porque es verdad.
El beso que siguió fue lento. El aplauso, cálido y largo.
Luego vino el banquete: una mesa compartida bajo las estrellas, platos cocinados entre todos, copas alzadas entre cuentos y anécdotas. La galería “Raíces y Alas” se había cerrado por un día, pero la celebración había tomado su espíritu: cercana, auténtica, sin máscaras.
El primer baile fue improvisado. Asher le tendió la mano, y sin decir nada, comenzaron a moverse con suavidad entre las luces. Sonaba una canción antigua, casi olvidada, de esas que tejen recuerdos incluso si no los viviste. Alrededor, la gente los rodeaba, no como testigos, sino como parte de ese mismo amor.
Esa noche, mientras apagaban las luces, Asher e Iraide se miraron en silencio. No necesitaban más palabras. El amor, cuando es cierto, habla también en el descanso. En lo cotidiano. En el hogar que se construye día tras día.
Y bajo las luces aún encendidas, el futuro les sonrió.
Editado: 01.06.2025