En una sala antigua, impregnada de una mezcla de olor a madera vieja y polvo, reinaba un silencio sepulcral, apenas interrumpido por el leve zumbido del televisor al apagarse. Las paredes estaban cubiertas de retratos en sepia, algunos con marcos dorados corroídos por el tiempo. Cortinas gruesas de terciopelo rojo impedían que la luz del atardecer entrara con fuerza, y el único foco de iluminación era una lámpara de pie que lanzaba un resplandor cálido y amarillento sobre un sillón de cuero desgastado.
Sentado en ese sillón, con la espalda ligeramente encorvada y las manos unidas como si meditara una partida de ajedrez, estaba Louis de Noruega. Su cabello, ahora gris y sin brillo, parecía reflejar el peso de los años y de las derrotas sufridas. Observaba con ojos fríos la pantalla ya negra del televisor, donde momentos antes había aparecido la joven futura reina de Dinamarca, Leonor Ohara.
—No entiendo cómo Federico puede permitir que su hijo se case con esa plebeya —espetó Louis, con voz rasposa pero firme—. Es una ofensa directa a la corona… A todas las coronas.
Del otro lado de la habitación, un hombre más joven, de traje impecable y mirada afilada, permanecía de pie, con las manos cruzadas tras la espalda. Tenía un porte elegante, pero su sonrisa sarcástica traicionaba la cortesía.
—Con todo respeto, alteza… —respondió con un tono calculadamente insolente—, pero usted ya no posee corona. Su único patrimonio, según dicen, son unos dientes de oro heredados de su tatarabuela… y quizás algo de amargura por la caída.
Louis se levantó lentamente, sus rodillas crujieron como puertas oxidadas. Caminó hacia él con pasos medidos, sin apartar la mirada, hasta detenerse a escasos centímetros de su rostro. Su altura seguía imponiendo respeto, y su voz se volvió un susurro gélido.
—Soy el tercer príncipe de Noruega… fui destronado, sí. Pero nunca dejé de serlo —hizo una pausa, con orgullo casi vengativo—. Y tú no estás aquí para burlarte de mi linaje… sino para escucharlo.
El hombre tragó saliva, consciente de que había cruzado una línea. Bajó la mirada brevemente.
—Disculpe mi osadía, alteza.
Louis sonrió apenas, y se dirigió a un enorme escritorio de caoba situado al fondo de la sala. De uno de los cajones extrajo un libro antiguo, cubierto de polvo, con tapas de cuero agrietadas y un extraño símbolo grabado en oro en el centro. Lo sostuvo en alto como quien revela un tesoro sagrado.
—Te llamé para esto —dijo, dejando que la gravedad de sus palabras flotara en el aire—. Esta… es mi salvación.
El hombre se acercó con escepticismo. Louis colocó el libro sobre el escritorio y lo abrió con sumo cuidado, revelando páginas amarillentas repletas de anotaciones, símbolos arcanos y genealogías reales.
—No entiendo —admitió el hombre mientras pasaba los ojos por los textos crípticos.
Louis lo miró con una mezcla de impaciencia y orgullo.
—Lo entenderás, porque te lo voy a explicar. Este libro contiene los secretos del linaje real escandinavo, antiguas alianzas selladas con sangre, y una cláusula perdida… una que puede anular el compromiso entre Federico y esa joven sin apellido. Porque, según esta antigua regla, sólo una sangre verdaderamente noble puede heredar el trono danés. Y ella… —dijo con desprecio— no lo es.
Se inclinó sobre el libro, pasando un dedo por una página con el escudo tachado de una familia olvidada.
—Pero hay más… mucho más. Tengo un plan. Uno que no solo detendrá esa boda… sino que devolverá a mi linaje lo que es legítimamente nuestro.
El silencio volvió a reinar, denso y expectante. El hombre tragó en seco, sabiendo que acababa de entrar en un juego mucho más grande de lo que imaginaba.
—Estoy dispuesto —dijo al fin—. ¿Qué debo hacer?
Louis sonrió por primera vez, una sonrisa torcida, casi siniestra.
—Escucha con atención… porque la corona está más cerca de lo que imaginas.
Porque para quienes tienen sangre azul, el poder no se pierde: simplemente... se esconde hasta encontrar el momento de reclamarlo.
La noche había caído con un aire de verano suave y bullicioso. Las luces del local danzaban al ritmo de la música y los murmullos de conversación llenaban el ambiente con un eco festivo. Era uno de esos lugares donde el tiempo parecía detenerse, al menos por unas horas, y la gente podía olvidar sus responsabilidades entre copas, risas y canciones. El lugar estaba decorado con un estilo rústico elegante: lámparas colgantes de hierro forjado, velas sobre las mesas y una gran barra central iluminada con luces cálidas que proyectaban un resplandor dorado sobre los rostros alegres de los presentes.
Leonor llegó acompañada de Frederick y un grupo de amigos cercanos, todos vestidos con un aire relajado pero sofisticado. Ella llevaba un vestido sencillo, pero de líneas impecables, en tono marfil que realzaba su natural elegancia sin llamar demasiado la atención. Su cabello estaba suelto, cayendo sobre sus hombros con un ligero movimiento en cada paso. Frederick, como siempre, impecable, vestía una camisa blanca arremangada y pantalones oscuros. Aunque relajado en apariencia, en su mirada había una leve tensión que sólo Leonor parecía notar.
Se acomodaron alrededor de una gran mesa de madera, en una esquina privilegiada del salón. Los meseros iban y venían con bandejas llenas de platos aromáticos y copas tintineando. Risas. Música. Conversaciones cruzadas. Una atmósfera vibrante.
Leonor, deseando algo que la hiciera sentirse más conectada con la noche y menos con su papel de princesa, se inclinó hacia una de las meseras y dijo con una sonrisa suave:
—Por favor, tráeme una cerveza.
Antes de que la joven pudiera asentir, Frederick intervino:
—Una auténtica danesa para ella.
Su tono era protector, casi posesivo, y Leonor respondió con una media sonrisa. No dijo nada, pero ese gesto, aunque pequeño, la hizo sentir enjaulada, como si incluso su elección de bebida necesitara una validación real.