Del Palacio al Corazón 2 La Boda Real

Capítulo 5

La noche había caído sobre el palacio como un manto de terciopelo azul profundo, punteado de estrellas titilantes que parecían observarlos desde la eternidad. La luna colgaba en lo alto como un farol antiguo, bañando los jardines reales con una luz plateada y suave, casi mágica. Las fuentes de mármol dejaban escapar susurros de agua constante, y los rosales, aún abiertos pese a la hora, exhalaban un perfume dulzón que flotaba en el aire y envolvía cada rincón del recorrido.

Leonor caminaba al lado de Frederick, sus pasos lentos y acompasados sobre el empedrado gris que serpenteaba entre setos podados con precisión casi matemática. Sus tacones hacían un sonido leve al tocar las piedras, y a su lado, los zapatos de cuero pulido de Frederick apenas murmuraban sobre la superficie. El silencio entre ellos no era incómodo, sino íntimo, como una conversación que no necesitaba palabras.

Él llevaba su chaqueta desabrochada, el cuello de su camisa ligeramente abierto, y sus ojos, que a veces eran de un azul casi severo, se veían esta vez tranquilos, nostálgicos. Se detuvo frente a una estatua imponente de mármol blanco: la figura de su bisabuelo, vestido con uniforme militar, con una mano en la espada y la otra alzada como si bendijera la tierra que pisaba.

—Mi madre —comenzó Frederick con voz baja, casi un murmullo reflexivo— temía que yo no estuviera a la altura de mis antepasados —dijo sin despegar la mirada de la estatua.

Leonor, que se había detenido a su lado, lo observó en silencio. La luz de la luna delineaba con sutileza la expresión de su rostro. No era tristeza, pero había algo allí, una sombra de responsabilidad antigua que lo hacía parecer más viejo de lo que realmente era.

Ella dirigió la mirada hacia la estatua y preguntó suavemente:

—¿Y qué crees que dirían ellos de nosotros?

Frederick sonrió, aunque sin dejar de mirar el mármol.

—Dirían: “¡Federico, eres muy afortunado!” —exclamó con una voz nasal y pretenciosa, imitando el acento severo de un noble viejo y altanero.

Leonor soltó una carcajada breve, natural, y negó con la cabeza divertida:

—Tus chistes son más malos que mi acento danés.

Él por fin la miró. Sus ojos brillaban ahora con una chispa juguetona, el peso del deber había retrocedido unos pasos.

—Al menos me conoces muy bien —dijo con tono afectuoso, como si entre esas palabras le recordara lo mucho que significaba para él.

Continuaron caminando, sus pasos resonando como un eco amable bajo las enredaderas que trepaban las columnas de piedra. Al fondo, el palacio los esperaba imponente, iluminado tenuemente por los faroles que bordeaban las paredes de la galería principal. Las sombras jugaban entre las cortinas ondeantes de las ventanas, y las puertas dobles del vestíbulo se abrieron suavemente al sentirlos acercarse, como si incluso la arquitectura les ofreciera paso con reverencia.

Dentro, el mármol del suelo brillaba impecable bajo la luz cálida de las lámparas de araña. La alfombra roja, suave y mullida, se extendía como un río de terciopelo que los guiaba hasta la escalera principal. Se detuvieron allí, justo antes de separarse.

Leonor lo miró en silencio. El brillo en sus ojos ya no era de risas, sino de algo más profundo, más real: esa mezcla de amor y resignación que tanto la acompañaba últimamente. Frederick se inclinó y le dio un beso en la frente, con una dulzura que contrastaba con la grandeza del palacio. Luego, sus labios buscaron los de ella, apenas rozándolos, como una promesa que no se atrevía a pronunciarse.

—Buenas noches, mi reina —dijo en voz baja, y se alejó con paso lento por uno de los corredores que llevaban a sus aposentos.

Leonor lo observó irse. Su silueta se desvaneció entre columnas doradas y retratos centenarios. Entonces, suspiró. Un suspiro que no era exactamente de tristeza, pero sí de un anhelo sutil. La soledad de los pasillos se volvió más real. Ella se giró y caminó hacia su habitación, sintiendo el frío de los suelos en las plantas de los pies a través de sus tacones, y preguntándose, como lo había hecho muchas veces últimamente, si la mujer que era ahora —Leonor, princesa, futura reina— aún podía sostener a la mujer que alguna vez fue: libre, espontánea, llena de sueños sencillos, como reír con sus hermanos hasta la madrugada, o mirar el cielo desde el techo de su habitación sin pensar en coronas ni deberes.

El eco de sus pasos fue lo único que la acompañó hasta que la puerta de su habitación se cerró detrás de ella. Allí, en la quietud de las paredes altas y el aroma leve de lavanda, Leonor se quedó un momento inmóvil. Con la mano aún sobre el pomo dorado, cerró los ojos y se permitió sentir, aunque fuera por un instante, lo abrumador que era amar a un príncipe y no saber si algún día podría amarse a sí misma en ese papel también.

El tenue resplandor del sol se colaba a través de las finas cortinas de lino blanco, acariciando suavemente el rostro de Leonor. La joven princesa abrió los ojos con lentitud, permitiéndose por un instante permanecer en la quietud de su alcoba. Afuera, los cantos de los pájaros marcaban el inicio de un nuevo día. Con un suspiro, se incorporó. Su cuerpo aún sentía el peso de las emociones vividas la noche anterior, pero su mente ya se preparaba para las obligaciones del día.

Con elegancia, se levantó de la cama, caminando descalza sobre la alfombra de terciopelo azul. Eligió un conjunto sobrio pero refinado: una blusa de seda marfil con detalles de encaje en los puños y cuello, y una falda plisada en azul profundo que le llegaba justo por debajo de las rodillas. Mientras se recogía el cabello en un moño bajo, las mucamas entraron con su acostumbrada energía matutina.

—Buenos días, su alteza —saludaron al unísono con una sonrisa.

—Buenos días, chicas —respondió Leonor, devolviendo el gesto con amabilidad, como siempre hacía. Esa conexión cálida con el personal la hacía sentir más humana en medio de la formalidad de la corte.




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