Frederick salió del despacho con el corazón latiendo con fuerza. A pesar de su intento por mantener la compostura, sus pasos eran más veloces de lo habitual, y su respiración cargaba el peso de lo que acababa de escuchar. Apenas abrió la puerta, se topó con una escena tan predecible como inesperada: Daniel, su fiel guardaespaldas, tenía el oído pegado a la madera, completamente absorto en su tarea de espía improvisado.
El hombre dio un respingo, sobresaltado al ver a Frederick tan cerca. Se enderezó de inmediato, llevando una mano al pecho como si con eso pudiera recuperar la dignidad perdida.
—Señor… —balbuceó—. Disculpe. No lo oí acercarse.
Frederick cerró la puerta con suavidad pero firmeza tras de sí. Apoyó la espalda contra la madera mientras cruzaba los brazos, observando a Daniel con una media sonrisa cargada de ironía.
—Deberías mejorar tu técnica para escuchar detrás de las puertas. Cualquier noble distraído habría notado esas botas golpeando el suelo.
Daniel bajó la mirada un segundo, apretando los labios, hasta que soltó una risa breve y resignada.
—¿Quiere que empiece hoy, señor?
Frederick le dio una palmada en el hombro, su tono era más relajado, pero la tensión aún le chispeaba en la mirada.
—Sería una buena idea. Tienes mucho que aprender aún. —Se enderezó y respiró hondo—. Prepárate, Daniel. No sé lo que se avecina, pero presiento que no será fácil.
El joven guardaespaldas asintió con seriedad, recobrando la postura marcial que lo caracterizaba. Frederick entonces giró sobre sus talones, dejando atrás los pasillos solemnes del ala este del palacio. Su mente era un torbellino de pensamientos, pero su corazón lo guiaba con un único propósito: encontrar a Leonor.
Los corredores del palacio estaban en penumbra, apenas iluminados por candelabros de pared y lámparas antiguas de aceite. El mármol del suelo brillaba bajo sus pasos, reflejando su silueta apresurada. Afuera, a través de las grandes ventanas arqueadas, la luna colgaba como un farol vigilante, derramando su luz sobre los jardines del palacio, los mismos donde unas horas antes había compartido risas con ella. Todo parecía haber cambiado en un suspiro.
Subió las escaleras con paso decidido, saludando brevemente a una doncella que pasaba con un candelabro. La mujer se apartó a un lado e hizo una reverencia al reconocer al joven rey, pero él apenas le devolvió una mirada.
Mientras avanzaba hacia los aposentos de Leonor, la ansiedad crecía. Cada cuadro colgado en las paredes, cada estatua de mármol, cada recuerdo de sus antepasados parecía observarlo, cuestionándolo, presionándolo con su silenciosa autoridad. “Un rey no debe amar como un hombre común”, le había dicho una vez su preceptor. Pero él no podía ser un rey sin ser un hombre primero. Y ahora esa ley absurda del siglo XV amenazaba con arrebatarle lo único que realmente quería conservar: a ella.
Llegó frente a la puerta de Leonor. Se detuvo, tragando saliva. Su mano se alzó pero no golpeó de inmediato. Escuchaba al otro lado un leve murmullo… ¿una canción?, ¿el crujido de una página?, ¿el roce de sus pasos? Todo parecía amplificado por sus emociones.
Finalmente, tocó suavemente.
—Leonor… soy yo —dijo en voz baja, y por primera vez, el tono de su voz no era el del rey, ni el del príncipe heredero, ni el del hijo de Letizia. Era simplemente Frederick. El hombre que la amaba.
Leticia, sin perder la compostura, se volvió hacia Louis.
—Así que, ¿esto es lo que traes entre manos? —preguntó con voz seca y serena—. ¿Una ley antigua, casi olvidada, como herramienta de chantaje?
—Oh, Leticia —dijo Louis con fingida ternura—. No se trata de chantaje, sino de cumplir con las raíces de nuestra monarquía. De preservar la pureza de la sangre y la dignidad del trono.
—Tú nunca has creído en esas cosas —replicó el padre de Federico con el ceño fruncido—. ¿Desde cuándo te has vuelto un defensor de las viejas leyes?
—Desde que mi hija tiene derecho legítimo a convertirse en reina —respondió Louis sin titubear, mirando fijamente al rey—. ¿Acaso no sería mejor unir nuestros reinos a través del matrimonio? Noruega y Dinamarca, unidos de nuevo como en los viejos tiempos...
Mientras las palabras de Louis se enredaban con antiguas ambiciones, Frederick caminaba por el pasillo principal del ala este del palacio. Sus pasos resonaban con fuerza sobre el mármol pulido, pero lo único que podía oír era el latido furioso de su corazón. Su mente revivía las palabras que acababa de escuchar: “deberá renunciar a ser rey”.
Cuando llegó a sus aposentos, empujó la puerta con decisión. Leonor estaba allí, junto a una de las grandes ventanas, con un libro en las manos que no estaba leyendo. Su rostro, bañado por la luz del sol de media mañana, reflejaba una quietud forzada. Sabía que algo grave pasaba desde que vio a su madre salir con expresión rígida.
Al ver a Frederick, dejó el libro a un lado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con un nudo en la garganta—. Te vi salir tan serio del despacho…
Frederick cerró la puerta tras de sí y apoyó la espalda contra ella como si el mundo exterior fuera demasiado pesado para seguir cargándolo.
—Louis ha traído un viejo código del siglo XV —empezó, con la voz temblorosa—. Uno que dicta que ningún rey puede ascender al trono sin casarse con una mujer de linaje noble…
Leonor lo miró sin comprender del todo, hasta que sus ojos se abrieron de par en par.
—¿Y yo no soy suficiente? —susurró—. ¿Mi sangre no es digna para la corona?
Frederick se acercó a ella de inmediato.
—¡No! —exclamó, tomando su rostro entre las manos—. ¡Tú eres más que suficiente, Leonor! Eres mi mundo, mi razón para seguir, pero esa ley… esa maldita ley ha sido desenterrada por Louis para forzarme a casarme con su hija.
—¿Kate? —Leonor bajó la mirada—. ¿La princesa de Noruega?
—Sí. Y según él, cumple todos los requisitos para ser reina, para preservar la monarquía.