La noche se posaba con suavidad sobre los muros del castillo, y el silencio se hacía más denso conforme las horas avanzaban. El aire era fresco y olía a madera antigua, a historia, a secretos encerrados entre tapices y columnas de piedra. En lo alto de la torre este, tras una ventana enmarcada por cortinas de lino blanco que bailaban suavemente con la brisa, Leonor yacía en su cama, envuelta en un camisón de satén azul cielo. Su cabello, suelto y levemente enredado por el largo día, caía sobre su almohada como una corona desordenada.
Estaba hablando por teléfono con su madre, su única ancla de ternura y claridad en medio del caos. La habitación estaba iluminada solo por una lámpara de mesa, cuya luz cálida se reflejaba en las paredes claras. La voz de su madre llegaba suave desde el otro lado del mundo, como una manta ligera cubriéndole el alma.
—Estoy a punto de acostarme, aquí ya es muy tarde —dijo Leonor con voz baja, casi en un susurro, acariciando con la mirada la fotografía enmarcada de su familia que reposaba sobre la cómoda—. Pero te llamé porque… solo quería decirte que todo va bien… y que yo estoy bien.
Sonrió, aunque su rostro no logró sostener la expresión por mucho tiempo. Al colgar, dejó el teléfono sobre la mesita de noche. Se recostó de lado, abrazando la almohada, y por fin permitió que el silencio le quitara la máscara. En su interior, un nudo denso se apretaba cada vez más, como si algo invisible le estuviera robando el aire.
“No estoy bien…”, pensó mientras la voz de su madre aún resonaba en su memoria. “Desde que Kate y su padre están aquí, nada parece estar bien. No sé qué es exactamente, pero hay algo en ellos… algo que me hace sentir que no estoy segura.”
Sus ojos recorrieron lentamente la habitación, buscando consuelo en las paredes, en los muebles familiares, pero todo parecía distinto, más frío… menos suyo. Cerró los ojos un instante, tratando de encontrar dentro de sí aquella fuerza que solía tener, aquella convicción que la hacía sonreír con firmeza incluso ante las dificultades. La antigua Leonor. Pero esa versión de sí misma parecía distante, desdibujada por la sombra que Kate traía consigo.
“No quiero volver a ser la antigua Leonor”, se dijo internamente. “Quiero que Kate desaparezca. Que su padre desaparezca. Quiero sentir que soy suficiente otra vez…”
Tragó saliva con dificultad, como si esas palabras le dolieran incluso en silencio. Nadie se las escuchó, pero retumbaban dentro de ella como una confesión amarga.
Se incorporó ligeramente y miró la foto de Frederick en la mesita de noche. Él sonreía, como siempre, con esa mezcla de dulzura y nobleza que solo él sabía expresar. Leonor extendió la mano y rozó el borde del marco con la yema de los dedos.
—Dale un beso a papá —había dicho a su madre antes de colgar—. Saluda a mis hermanos… y a la pequeña Lara Isabell.
Pero ahora, en la quietud de su habitación, esas palabras se sentían huecas. Una formalidad necesaria. En realidad, lo que deseaba era volver a casa. Volver a sentirse amada sin condiciones, sin comparaciones, sin esa mirada constante de competencia que Kate le dirigía cada vez que se cruzaban por los pasillos del castillo.
Suspiró largo. Se giró en la cama, apagó la lámpara, y quedó envuelta en la oscuridad. Afuera, la luna llenaba el cielo con una luz tenue, como un faro lejano.
Mientras el sueño se abría paso lentamente, Leonor susurró en su mente una última súplica:
“Solo quiero volver a sentir que este lugar es mío…”
Y cerró los ojos. El cansancio, finalmente, la venció.
Leonor despertó con el tenue resplandor del amanecer filtrándose por las cortinas de lino blanco que decoraban su habitación en el castillo. Por un momento, mientras sus ojos se adaptaban a la luz suave, creyó estar en su hogar de siempre, donde el aroma a pan horneado y el murmullo de sus hermanos marcaban el inicio del día. Pero no. Estaba allí, en un lugar que cada vez le resultaba más ajeno. Se giró lentamente y miró hacia la fotografía de Frederick que aún reposaba sobre la mesita de noche. La había mirado antes de dormir, con el corazón lleno de preguntas sin respuesta.
Se sentó en la cama, abrazando sus rodillas contra el pecho, envuelta en el camisón de seda que Ana, la doncella, le había dejado doblado la noche anterior. El castillo, aún dormido, emitía un silencio solemne que pesaba como si las paredes supieran que algo no estaba bien. Y ella también lo sabía. Desde que Kate llegó, la atmósfera se volvió densa, casi irrespirable. Todo en ella gritaba alerta, y aunque trataba de convencerse de que estaba exagerando, no podía ignorar la sensación que se había alojado en su pecho.
Miró su teléfono. Ningún mensaje de Frederick. Nada desde la cena de la noche anterior. Recordó cada gesto, cada mirada. Él se veía tan cómodo con Kate, riendo, recordando anécdotas de la infancia… y ella, allí sentada, sin saber si debía sonreír o disculparse por existir. La imagen de la mano de Kate sobre la de él le venía una y otra vez a la mente. No fue sólo el toque: fue el gesto de pertenencia, como si reclamara un derecho antiguo, una historia que Leonor no compartía.
—No debería sentirme así —murmuró para sí, poniéndose de pie—. No debería dudar de mí.
Pero lo hacía. Kate, con su porte regio, su mirada afilada y esa sonrisa que nunca mostraba del todo sus verdaderas intenciones, la hacía sentir… pequeña. Como si, pese a todo lo que había vivido con Frederick, en cualquier momento todo le fuera arrebatado.
Fue hasta el ventanal y descorrió las cortinas. La vista desde allí era majestuosa: los jardines del castillo cubiertos por la neblina matinal, los rosales aún dormidos, y el lago a lo lejos, reflejando un cielo pálido que prometía otro día nublado. Se apoyó en el marco de la ventana, abrazándose a sí misma. Pensó en sus padres. En la voz de su madre anoche. No le había dicho nada sobre lo que realmente sentía. ¿Para qué preocuparla? Sólo había dicho que todo iba bien. Pero no era verdad. Por dentro se sentía frágil, desplazada… insegura.