El sol ya alcanzaba su cenit, proyectando haces de luz dorada sobre los ventanales del palacio. En el despacho real, los muros estaban revestidos en madera de nogal, oscuros y solemnes, contrastando con las cortinas de terciopelo escarlata que caían pesadamente a los lados de las ventanas. Sobre el escritorio de roble tallado, con incrustaciones doradas, reposaban varios documentos, carpetas de cuero, y una bandeja con café aún humeante.
Federico V, rey de Dinamarca, estaba de pie junto a su escritorio, con el ceño ligeramente fruncido y las manos entrelazadas detrás de la espalda. Frente a él, un hombre de rostro severo y traje gris oscuro asentía con respeto: el principal asesor jurídico de la corona.
—Quiero que los mejores abogados trabajen en este caso —dijo Federico con voz grave, sin titubeos—. No acepto vacilaciones ni errores. Necesito respuestas… y las necesito pronto.
Desde un sofá junto a la chimenea, la reina Letizia observaba la escena con los dedos entrelazados sobre su regazo. Iba vestida con un conjunto color marfil de líneas sobrias, y aunque su porte seguía siendo regio, sus ojos mostraban el peso de los años y la sabiduría de una reina que había aprendido a moverse entre la política y la imagen pública.
—Esto debe resolverse con rapidez… y de manera sigilosa —añadió con firmeza, pero sin alzar la voz. Su tono era calmo, pero no dejaba lugar a réplica—. La boda es prioridad para la familia real y no podemos permitir que nada ni nadie la manche.
Federico se giró hacia ella, sus ojos buscando los suyos.
—Estoy de acuerdo, Letizia. Pero no podemos precipitarnos. Ya hay demasiadas miradas sobre nosotros… y aún más sobre Frederick.
Ella asintió despacio, comprendiendo. Sabía que su hijo había generado controversia, y que cada paso que daba era fotografiado, analizado, juzgado. Y ahora, con Kate en palacio y los rumores creciendo como fuego en pasto seco, había que tener cuidado.
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Mientras tanto, en otro ala del palacio, Leonor caminaba por los pasillos recién encerados, un libro en mano, con paso tranquilo y uniforme celeste de hospital. Su cabello recogido en una trenza baja le daba un aire sereno y estudioso, y aunque estaba inmersa en sus lecturas, su atención se desvió al reconocer una figura familiar acercándose desde el extremo del pasillo.
Era Kate.
Vestida con un conjunto informal de pantalones beige y una blusa blanca de lino, su andar era relajado, casi como si ya se sintiera en casa.
—¿Vas a ir a la actividad de esta tarde? —preguntó Leonor con una leve sonrisa, deteniéndose a su lado.
Kate asintió con un gesto ligero de cabeza.
—Sí, claro. Iré.
Leonor frunció ligeramente el ceño al observar su ropa.
—¿Vas a pasar a cambiarte? —preguntó con tono curioso, no por reproche sino por protocolo.
—No será necesario —respondió Kate con una sonrisa sencilla—. Me dijeron que la actividad es informal. Algo relajado, con la comunidad médica. No creo que haga falta más.
Leonor asintió, dándole la razón. Aunque venía de una cultura muy distinta, empezaba a apreciar el estilo práctico y despreocupado de Kate.
—Entonces, te veré allá —dijo finalmente, antes de seguir su camino por el pasillo de mármol.
Ambas caminaron en direcciones opuestas, ajenas a la tensión que se cocía en las paredes más gruesas del palacio, donde el rey y la reina tejían con cuidado los hilos del destino de la familia.
Leonor se bajó del auto en la entrada lateral del hospital, la bata blanca ondeando ligeramente con la brisa fresca de la mañana. Con paso firme y un libro de anatomía torácica en la mano, se dirigió hacia el edificio principal. Su jornada comenzó como todas: revisión de pacientes, entrega de reportes, una pequeña discusión académica sobre procedimientos mínimamente invasivos y, por supuesto, su ronda con el mentor.
Ese día había algo especial. Uno de sus exámenes clínicos más complejos estaba programado. Al salir de la sala de evaluación, su mentor, un médico veterano con expresión severa pero justa, la miró con aprobación y le dijo en voz baja:
—Excelente trabajo, Leonor. Cada vez estás más cerca de convertirte en la cirujana que prometes ser.
Un destello de orgullo cruzó por sus ojos, pero no se permitió disfrutarlo demasiado. Miró el reloj y el corazón le dio un brinco.
—¡La actividad!
Salió casi corriendo por el pasillo, su bata ya doblada bajo el brazo, y apenas tuvo tiempo de cambiarse los zapatos por unos más cómodos. Se subió a su coche y condujo hasta el centro de convenciones donde se celebraba el evento.
Frederick la estaba esperando en la entrada. Iba impecable, con traje azul medianoche, la corbata ligeramente suelta como si quisiera disimular su elegancia natural. Al verla llegar, sonrió, aunque sus ojos se detuvieron un segundo más de lo necesario en el atuendo de Leonor.
Ella bajó apresurada, el cabello aún recogido en un moño médico y vestida con unos vaqueros azul claro y un polo blanco básico. Apenas tenía maquillaje y su mochila de guardia aún colgaba de su hombro.
—¡Frederick! —dijo con una mezcla de agitación y apuro.
—Justo a tiempo —respondió él con una sonrisa cálida.
Pero al entrar al salón, todo cambió.
El lugar estaba decorado con luces doradas y violetas, mesas de cóctel con manteles de seda, camareros sirviendo canapés gourmet y un cuarteto de cuerdas interpretando música clásica en vivo. Las mujeres llevaban vestidos elegantes, joyas brillando bajo las luces suaves, y los hombres trajes perfectamente entallados.
Leonor sintió cómo su cuerpo se tensaba. Se detuvo a un costado del salón, tragando saliva. Sus jeans, cómodos hasta hacía unos minutos, ahora se sentían fuera de lugar. Su polo blanco, demasiado sencillo. Sintió las miradas, reales o imaginarias, clavándose en ella.
—Kate me dijo que era informal —le murmuró a Frederick, tratando de disimular su incomodidad—. Todos me están mirando...