A la mañana siguiente, la tenue luz del amanecer apenas se filtraba por los enormes ventanales de la habitación de Leonor. El clima afuera parecía frío y húmedo, las nubes cubrían el cielo de gris plomo, pero dentro del castillo todo era silencio y concentración. Leonor, aún con el cabello recogido en una coleta desordenada y vestida con una sudadera holgada de hospital, estaba inclinada sobre su escritorio de roble antiguo. La mesa estaba cubierta de libros de gramática danesa, manuales médicos de cirugía torácica, hojas sueltas con apuntes subrayados y su ordenador portátil, que tenía abiertas dos pestañas: una con diagramas anatómicos, y otra con una lección en audio de pronunciación en danés.
Sus ojos, ligeramente hinchados por el cansancio, recorrían una y otra vez las frases que intentaba memorizar, repitiéndolas en voz baja. Tenía una taza de café frío al lado y una manta sobre las piernas. Había pasado casi toda la noche estudiando, pero el tiempo se le hacía escaso, y el idioma, difícil.
El sonido de unos nudillos tocando la puerta rompió el frágil silencio del cuarto. Leonor se giró levemente, algo sorprendida, y con voz apagada dijo:
—Adelante.
La puerta se abrió lentamente, revelando la figura impecable de Kate. Llevaba un elegante gabán negro de lana que le ceñía la cintura y un moño bajo perfectamente hecho, sin un solo cabello fuera de lugar. Sus botas de cuero hacían un leve sonido sobre la alfombra mientras entraba con una sonrisa suave y una expresión de fingida calidez.
—Te iba a invitar a salir —dijo con tono ligero, sus ojos evaluando rápidamente el caos académico que dominaba la habitación—, pero veo que estás ocupada.
Leonor se pasó una mano por el cabello, claramente agotada, y suspiró.
—Sí... se me está haciendo difícil, en verdad. El danés no entra. Y tengo que prepararme también para una presentación de cirugía torácica.
Kate caminó con paso firme hasta quedar junto a ella. Apoyó una mano sobre el respaldo de la silla y miró por encima del hombro de Leonor los apuntes desordenados.
—Te puedo ayudar —dijo con un deje de orgullo apenas disimulado—. Hablo siete idiomas. Aprendí francés viviendo en Francia. Cinco años, sin interrupciones.
Leonor la miró con cierta sorpresa, aunque sin dejar de lado la prudencia. Estaba acostumbrándose al carácter de Kate, siempre tan perfecta, siempre tan autosuficiente. Aun así, asintió.
—Gracias... sería de gran ayuda.
Durante toda la mañana, Kate permaneció a su lado, enseñándole con fluidez las reglas gramaticales más básicas y complejas del danés. Le corregía la pronunciación con amabilidad, aunque a veces, condescendiente. Leonor hacía lo posible por seguir el ritmo, repitiendo las palabras, anotando observaciones, marcando con colores lo importante. Aunque agradecida por la ayuda, a ratos sentía que Kate disfrutaba demasiado corrigiéndola.
—No es “jeg har” como si dijeras “ya jar”, es más como “yai har” —decía Kate, en tono divertido—. Ay, Leonor, no puedes hablar danés como si hablaras español, tienes que soltar la lengua.
Leonor rió, aunque un poco incómoda.
—Lo intento... de verdad.
Kate se sentó finalmente sobre el borde del escritorio, cruzando las piernas con elegancia, y la miró con una sonrisa afilada.
—No te preocupes, lo harás bien. Al fin y al cabo, eres la futura reina. Aunque para ser sincera... yo no sé si podría estudiar todo esto sin perder la cabeza.
Leonor bajó la mirada. Sabía que Kate no hablaba al azar. Siempre dejaba caer pequeñas frases con doble filo, envolviéndolas en cortesía.
—Tú podrías —respondió Leonor con serenidad—. Eres inteligente. Y no se te escapa nada.
Kate sonrió sin responder. Acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja y se levantó con ligereza.
—Bueno, si necesitas más ayuda... ya sabes dónde encontrarme. Aunque dudo que el idioma te sea tan difícil cuando tienes a Frederick para practicarlo.
Y con una última sonrisa enigmática, salió de la habitación, dejando a Leonor sola con su escritorio desordenado, el eco de las palabras y un nudo leve en el estómago.
Leonor volvió a sus apuntes, pero algo en el ambiente había cambiado. Ya no era solo el cansancio el que la inquietaba. Era la duda, la sensación de que, bajo esa sonrisa pulida y esa amabilidad ofrecida, Kate escondía intenciones más profundas.
Y lo peor de todo era que, quizás, tenía razón.
Aquel mediodía, el castillo estaba en calma, solo interrumpido por el sonido lejano de una fuente y el repicar de cubiertos en la cocina real. En una de las habitaciones más soleadas del ala este, Kate irrumpió con aire triunfante. Acababa de dejar a Leonor, tras varias horas fingiendo ser su salvadora con la lengua danesa, cuando subió corriendo los amplios escalones cubiertos de alfombra carmesí hasta llegar a los aposentos de su padre.
—¿Y bien? —preguntó Louis, sin levantar la vista del periódico. Estaba sentado junto a la chimenea, con una copa de coñac en la mano y los pies cruzados con elegancia.
Kate cerró la puerta tras de sí y se cruzó de brazos, sonriendo de lado.
—Papá, cayó redondita —dijo con una voz suave y venenosa—. La convencí de que podía ayudarla con el danés. Le enseñé frases mal pronunciadas y palabras con significados totalmente distintos. Hoy en la noche, en su primer ensayo en público, quedará como una ignorante frente a todos los asesores reales.
Louis dejó escapar una carcajada seca y profunda, bajando finalmente el periódico.
—¡Esa es mi hija! —exclamó, satisfecho—. A veces me preocupa que seas demasiado sutil… pero en este caso, te luciste.
—Ella se esfuerza tanto… —dijo Kate con fingida pena, mientras se dejaba caer con elegancia en un diván tapizado de terciopelo verde—. Se levanta temprano, estudia como una condenada, quiere ser cirujana, aprender danés, encajar en la realeza… pero por más que lo intente, papá, no pertenece a este mundo. Se le nota en la forma en la que camina, en su acento al hablar, en cómo sostiene la copa. ¡No es una de nosotras!