En los aposentos privados de la princesa, la suave luz del atardecer se filtraba por los ventanales, tiñendo las paredes de un dorado tibio. Las cortinas ondeaban con suavidad por la brisa, y el ambiente estaba cargado de una calma frágil. Leonor estaba sentada al borde de la cama, con el vestido aún puesto tras un día agitado. Su mirada, perdida en el suelo alfombrado, denotaba el peso que llevaba sobre los hombros.
Frederick, con la chaqueta desabotonada y el rostro serio, se sentó a su lado. Su cercanía era reconfortante, pero no suficiente para disipar la tormenta que se gestaba en el interior de Leonor.
—Creo que ella tiene que ver en esto —dijo Leonor en voz baja, rompiendo el silencio.
Frederick giró levemente el rostro para mirarla, con el ceño fruncido.
—¿Ella? ¿Kate?
Leonor asintió, sin atreverse a sostenerle la mirada.
—Cada vez que se acerca para hacerse amiga mía… las cosas empeoran. Siempre es así. No sé si es casualidad, pero no puedo ignorarlo más.
Frederick desvió la vista hacia la ventana por un instante. No dijo nada al principio. Solo respiró hondo, como si intentara ordenar los pensamientos que se amontonaban en su cabeza.
—Prometo que todo acabará pronto —dijo por fin, en voz baja pero firme.
Leonor levantó la mirada lentamente. Sus ojos tenían un brillo contenido, como si una lágrima se debatiera entre caer o no.
—Frederick… no es la primera vez. Ya he sentido esto antes. Cada vez que Kate se muestra amable conmigo, ocurre algo que me deja en ridículo. Al principio pensé que era coincidencia, luego me dije que era inseguridad mía… pero ya no puedo negarlo.
Frederick le tomó una mano, apretándola con suavidad.
—No creo que sea Kate. Estás bajo mucha presión, Leonor. Todo lo que estás viviendo: la residencia médica, la boda, los protocolos, las expectativas… quizás estás viendo enemigos donde no los hay. Kate no es como su padre.
Leonor no respondió de inmediato. Su respiración era lenta, pero su mente corría. Quería creerle. Quería confiar.
Frederick acarició su mejilla con el dorso de la mano y la besó suavemente en los labios. Fue un beso tierno, más lleno de consuelo que de pasión. Luego se levantó y caminó hacia la puerta.
—Prometo hablar con ella —dijo al girarse antes de salir—. Y si descubro que algo no está bien… tomaré medidas.
Leonor se quedó sentada, en silencio. El sonido de la puerta al cerrarse dejó una vibración sutil en el aire, y ella bajó la mirada a sus manos entrelazadas. En su pecho, la duda palpitaba como un tambor sordo.
Una parte de ella quería creer que todo era fruto del estrés. Otra, más intuitiva, le decía que no era paranoia… que detrás de la dulzura de Kate se escondía algo más. Algo frío y calculador. Pero por ahora, debía esperar.
Leonor no dejaba de pensar en lo que le había dicho Letizia aquella mañana. Su voz aún resonaba en su cabeza, como una advertencia cargada de sabiduría y experiencia:
—No todos los gestos dulces nacen del corazón. A veces, los lobos se disfrazan de cordero, y tú estás durmiendo con el enemigo.
Y luego estaban las palabras de Frederick… Su tono, su forma de defender a Kate, como si ella fuera intocable. Como si tuviera una parte de su corazón que Leonor jamás podría alcanzar. Tal vez, pensó Leonor, todos tenían razón. Quizá ella había sido demasiado ingenua.
Suspiró profundamente, se quitó los tacones, se puso unas zapatillas cómodas y una blusa ligera color lavanda. Caminó decidida por el pasillo de mármol del ala este del palacio, el mismo donde se encontraba la habitación de Kate. El eco de sus pasos resonaba, como si hasta los muros quisieran advertirle que lo que estaba a punto de hacer no tenía vuelta atrás.
Al llegar frente a la gran puerta blanca adornada con relieves dorados, tocó con delicadeza. Esperó. No hubo respuesta. Volvió a tocar, esta vez más fuerte. Silencio absoluto.
—Tal vez está en el baño —murmuró para sí misma.
Con una mezcla de ansiedad y curiosidad, empujó la puerta. No estaba cerrada con llave. Entró. La habitación era enorme, decorada con tonos rosas, perlas y dorados. Todo estaba impecable. La cama perfectamente tendida, los cojines en su lugar, las cortinas abiertas dejaban entrar la luz del sol que se colaba por las ventanas altas. Había un leve aroma a flores… y algo más, algo químico que le resultó sospechosamente familiar.
—Kate… —llamó alzando un poco la voz mientras caminaba con cautela. Se acercó a la puerta del baño y tocó. Nada. La curiosidad se transformó en sospecha.
Y fue entonces cuando Leonor comenzó a buscar. ¿Qué buscaba exactamente? No lo sabía con precisión, pero su instinto le gritaba que algo no estaba bien. Abrió cajones, miró entre los perfumes, los maquillajes, las cajas con joyas. Todo parecía en orden… hasta que abrió el armario.
Allí, entre algunas mantas dobladas con extremo cuidado, encontró una loción escondida. El frasco era delicado, con letras cursivas doradas que decían “Épine du Désir”. Un nombre inofensivo, casi seductor. Pero al leer los ingredientes, el corazón de Leonor dio un vuelco. Uno de los componentes activos tenía propiedades irritantes, conocidas por causar comezón, inflamación y reacciones alérgicas en la piel.
—Entonces fue esto… —susurró.
Justo en ese instante, la puerta se abrió y Kate apareció como una visión ensayada, con su habitual aire de perfección y su cabello recogido en un moño impecable. Llevaba puesto un vestido blanco marfil, con encajes en las mangas.
—¿Qué haces en mi habitación, Leonor? —preguntó con voz aguda, aunque mantenía la sonrisa.
Leonor, sin alterarse, cerró lentamente el armario con una mano y con la otra ocultó el frasco tras su espalda. Luego, sin mucho preámbulo, lo sacó y se lo mostró.
—He llamado y nadie ha respondido. Pensé que estabas en el baño… vine a verte y me encontré con esto —dijo con voz firme.
Kate fingió sorpresa.
—Déjame ver —pidió, tomando la loción con gracia. La observó unos segundos y luego, sin pestañear, caminó hacia la pequeña chimenea decorativa en la esquina de la habitación. Encendió un fósforo y lanzó el frasco dentro. Un leve “pop” resonó y luego un humo dulce llenó el aire.