En una de las salas comunes del hospital universitario donde los residentes acostumbraban a estudiar, las luces blancas parpadeaban ligeramente, y el sonido constante de los pasos y murmullos formaban un fondo casi imperceptible para los médicos en formación. Leonor entró con su bata ligeramente arrugada y el cabello recogido en un moño alto, cargando una carpeta y varios libros. Ya había terminado sus rotaciones del día, pero sus pensamientos estaban lejos de calmarse.
Montserrat, una residente de tercer año, estaba ya sentada frente a una mesa con una botella de agua y varios apuntes médicos desperdigados a su alrededor. Levantó la mirada al ver a Leonor llegar y le sonrió.
—¡Por fin apareces! Pensé que te habías quedado dormida en alguna sala de descanso —bromeó Montserrat.
Leonor dejó sus cosas sobre la mesa, se sentó y soltó un suspiro, uno de esos que llevan todo el peso del día y de los pensamientos acumulados.
—Tenía que tomar aire —dijo—. Necesitaba ordenar mi cabeza después de lo que pasó en la fiesta ayer.
Montserrat frunció el ceño y se enderezó ligeramente.
—¿Te refieres a lo del pastel? ¿Fue cierto que les cayó encima? Pensé que era una exageración del grupo de guardia, no entiendo como se enteran de todo lo que sucede en Dinamarca.
Leonor asintió, con una expresión serena, pero en sus ojos había una chispa de resolución.
—Sí, fue real. El pastel entero terminó sobre las invitadas y parte del betún le manchó a Letizia —Hizo una pausa—. Creo que ella tuvo que ver.
Montserrat ladeó la cabeza, pensativa.
—¿La princesa danesa? ¿No se suponía que eran amigas?
—Eso pensé… hasta que noté que cada vez que se acerca para “ser amable” conmigo, algo raro pasa. No es una vez, son varias. Se hace pasar por simpática, pero siempre hay un resultado que me deja mal parada. Me está saboteando con una sonrisa en la cara.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Montserrat, con una ceja alzada.
Leonor no respondió de inmediato. En lugar de eso, tomó su libro de cirugía, lo abrió sobre la mesa y mientras pasaba sus dedos por una página marcada con un post-it amarillo, levantó la mirada. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no tenía nada de ingenua.
—Voy a darle una cucharada de su propia medicina —dijo en voz baja, pero firme.
Montserrat la miró con los ojos muy abiertos, sorprendida por el tono determinado de su compañera.
—¿En serio? ¿Tú? ¡Leonor la impecable, la diplomática!
—¿Tú sabes cuántas veces he tenido que quedarme callada para evitar un escándalo? —respondió Leonor con una risa sarcástica—. Pero esto no se trata solo de mí. Ella está jugando con fuego en un lugar donde no debería. No tiene idea de con quién se metió.
La tensión en la sala se volvió densa por un momento, hasta que Montserrat soltó una carcajada.
—¡Ay, esto sí que se puso bueno! ¿Y ya sabes cómo vas a hacerlo?
Leonor se encogió de hombros, aunque su sonrisa aún brillaba con picardía.
—Solo te diré que no voy a usar este libro… algo que le dejará huella.
Ambas rieron suavemente. Afuera, las luces del hospital parpadeaban como si presintieran que algo se avecinaba. Kate aún no lo sabía, pero la Leonor tranquila y paciente había quedado atrás. Y en su lugar, se estaba despertando una mujer lista para defender lo suyo, con inteligencia, estrategia y un bisturí bien afilado… metafóricamente hablando.
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Esa misma tarde, los salones del nuevo museo histórico de arte brillaban con luz propia. Las enormes lámparas de cristal bañaban de reflejos dorados el mármol blanco, mientras los asistentes de la realeza, figuras de la alta sociedad europea y medios de comunicación se aglomeraban en la entrada, ansiosos por presenciar la inauguración.
Leonor llegó en un elegante vestido azul marino de líneas sobrias, el cabello recogido en un moño pulcro que dejaba al descubierto su cuello delicado y los pendientes de perlas que llevaba. Caminó con paso firme, acostumbrada ya a los flashes de los paparazzi. Al divisar a Frederick, se le dibujó una sonrisa tranquila.
—Frederick —dijo con voz suave, al llegar a su lado.
Él la miró y le sonrió con calidez. Se notaba relajado, elegante en su traje oscuro, con la insignia del escudo real sobre su pecho. Leonor se posicionó a su lado, como siempre, en apariciones públicas. Las cámaras estallaban en destellos, captando la imagen perfecta del príncipe heredero de Dinamarca y su prometida, irradiando complicidad y sobriedad real.
Pero entonces, la sombra de una presencia incómoda irrumpió: Kate. Vestida de rojo intenso, con una seguridad altanera en su caminar, se acercó como si nada, y sin que Frederick se percatara, empujó sutilmente a Leonor con el codo, apenas un roce disfrazado de accidente. Leonor perdió el equilibrio por un segundo y dio un pequeño paso al costado para mantenerse erguida.
—Lo siento —dijo Kate, con una sonrisa congelada, claramente intencional.
Leonor la miró de reojo. No respondió. No era el lugar. No era el momento. Pero ya había tomado una decisión: Kate no se saldría con la suya.
Los invitados, todos de la élite política y cultural europea, conversaban entre sí mientras los flashes de las cámaras explotaban como relámpagos en una tormenta incesante. La orquesta interpretaba piezas de Grieg y Nielsen, mientras los sirvientes impecablemente vestidos deslizaban copas de champán entre los asistentes.
El maestro de ceremonia anunció entonces la entrada del rey Federico VI. Todos guardaron silencio. Frederick subió al podio, dio unas palabras de apertura con su característico carisma y orgullo por la cultura danesa. El público aplaudió con entusiasmo. Era un evento de importancia nacional.
Al terminar el discurso, los asistentes pasaron al gran salón para el almuerzo. El ambiente estaba lleno de conversaciones elegantes, risas diplomáticas y tintineo de copas. Los meseros desfilaban con impecable sincronía, sirviendo vino blanco y platos artísticos.