A la mañana siguiente, los primeros rayos del sol se colaban entre las cortinas de lino claro del ala este del palacio. Leonor, aún en bata y con el cabello recogido en un moño suelto, salió de su habitación al escuchar un leve golpe en la puerta. Era uno de los asistentes con el periódico del día.
—Gracias —dijo con una sonrisa distraída mientras tomaba el ejemplar.
Cerró la puerta con suavidad y se dejó caer en uno de los sillones junto a la ventana. Desdobló el diario y al instante lo vio: en primera plana, una foto suya con el tenedor a punto de llevar el postre a la boca. El titular era tan irónico como cruel:
“La futura reina que no distingue entre cucharas y tenedores.”
La fotografía captaba el momento exacto en que uno de los sirvientes le corregía con gesto educado pero evidente, y aunque su rostro reflejaba elegancia, también dejaba ver el ligero desconcierto del momento. Debajo, una columna breve hacía referencia a su presencia en la cena, destacando su “entusiasmo” por adaptarse a la cultura danesa, aunque dejando caer comentarios sutiles sobre su "falta de costumbre en etiqueta real escandinava".
Leonor frunció los labios. Respiró hondo, tratando de no dejarse afectar. Sabía muy bien que ese tipo de cosas venían con el cargo, pero no pudo evitar sentir cómo se le encendían las mejillas.
Justo en ese momento, escuchó risas en el pasillo. Al abrir la puerta lentamente, se encontró cara a cara con Kate, quien caminaba con aire triunfante, envuelta en un vestido satinado azul noche, como si aún estuviese en una pasarela. Al ver a Leonor sosteniendo el periódico, Kate se detuvo, le lanzó una mirada cargada de sarcasmo y dijo con teatralidad:
—Esta noche volveremos a cenar caviar. No olvides el tenedor... o quizás una cuchara... o ¿era una pajilla? —se echó a reír, acompañada por sus dos asistentes, que no sabían si reír o huir de la incomodidad.
Leonor la observó sin pestañear, su mirada fría, contenida, pero poderosa. No dijo nada de inmediato. Sólo cerró el periódico con lentitud, lo sostuvo entre sus manos con dignidad y respondió con una voz serena pero cargada de determinación:
—Me las vas a pagar, Kate. No con un escándalo… sino con algo mucho peor: tu propia sombra será tu vergüenza.
Y sin esperar reacción, dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí.
En su interior, Leonor no sentía rabia… sentía estrategia. Y eso era mucho más peligroso que cualquier berrinche. Mientras Kate celebraba una victoria efímera, Leonor ya trazaba su próxima jugada, una que no solo la redimiría, sino que dejaría muy claro que no era una simple huérfana adoptada por la corona, sino una futura reina con temple, clase… y memoria.
La noche había caído sobre Copenhague con una elegancia serena. El cielo estaba despejado, salpicado de estrellas tenues, y las calles se mantenían tranquilas, solo perturbadas por los discretos movimientos de los vehículos oficiales y las luces intermitentes de la prensa aglomerada fuera del teatro real, donde se llevaría a cabo el evento benéfico anual de la fundación Danmark Hjælper Børnene.
Leonor estaba en su habitación desde temprano, preparándose con la delicadeza de una mujer que sabía que esa noche no era solo una gala: era una declaración. Sentada frente al tocador de roble antiguo, con los hombros erguidos, miraba su reflejo mientras la estilista le ajustaba los últimos mechones del peinado. Su cabello había sido recogido en un moño elegante con un pequeño giro francés, dejando algunos mechones sueltos que enmarcaban sutilmente su rostro.
Llevaba un vestido largo de terciopelo azul oscuro que abrazaba su silueta con sobriedad y gracia. El escote cuadrado dejaba ver sus clavículas, y las mangas caían hasta sus muñecas. No era ostentoso, pero tenía una presencia imponente, acentuada por un broche antiguo de zafiro que alguna vez había pertenecido a la reina Ingrid. Los tacones eran bajos y delicados, dorados, apenas visibles bajo la falda fluida. En sus orejas brillaban unos pendientes de diamantes sencillos, y su maquillaje, en tonos tierra y vino, realzaba sus ojos sin exagerar.
Al salir del ala residencial, fue recibida por su asistente personal, quien le ofreció un leve asentimiento con una sonrisa de aprobación.
—Está radiante, alteza.
Leonor asintió con una pequeña sonrisa, manteniendo su porte sereno. Caminó por los pasillos del palacio, flanqueada por dos escoltas y la sombra de los rumores que aún rondaban por los tabloides. Pero esa noche, más que nunca, se propuso demostrar que era digna de la corona… y mucho más.
El coche oficial la dejó frente a las escalinatas alfombradas del teatro. Los flashes estallaron como fuegos artificiales cuando ella bajó del vehículo. Mantuvo la vista al frente, sonriendo con moderación a las cámaras y saludando a los organizadores que la esperaban. Junto a ella ya habían llegado varios miembros de la familia real, incluido el príncipe heredero Frederick, con quien compartió un saludo respetuoso y breve.
Dentro del teatro, todo estaba dispuesto con elegancia: cortinas de terciopelo rojo, columnas iluminadas con luces cálidas y una orquesta de cuerdas tocando una suave melodía de fondo. En el escenario, se encontraba el logotipo de la fundación proyectado en tonos dorados. La gala estaba organizada para reunir fondos en favor de niños enfermos de cáncer. El programa incluía discursos, una subasta silenciosa y una cena con platos elaborados por chefs reconocidos.
Leonor tomó asiento en la mesa principal, donde compartía espacio con diplomáticos, artistas y dos miembros del Parlamento danés. Su comportamiento era intachable: escuchaba con atención, asentía, sonreía cuando era necesario y no dejaba que su rostro se quebrara ni por un segundo.
Un manto de estrellas que se reflejaban como diminutos diamantes en los ventanales del Gran Salón de Cristal, un imponente edificio de arquitectura clásica donde se celebraría la gala benéfica anual de la Fundación Real para la Salud Infantil.