El salón del ala este del palacio estaba bañado por la luz tenue del atardecer, que se colaba entre las cortinas de terciopelo color marfil, dándole un tono cálido y casi melancólico al lugar. Las tazas de porcelana humeaban sobre una mesa baja de madera tallada, y un plato con galletas danesas apenas tocadas descansaba entre Letizia y su hijo. A pesar de la paz aparente del entorno, el ambiente era denso. El silencio entre madre e hijo no era incómodo, pero sí cargado de emociones no dichas.
Letizia tomó un sorbo de té con delicadeza, dejando que la taza hiciera un leve tintineo al posarla de nuevo sobre el platillo. Su mirada, serena pero firme, se posó en el rostro de Frederick, quien estaba sentado frente a ella, con los ojos fijos en algún punto invisible del piso. Su postura era tensa; sostenía la taza con ambas manos, pero no bebía.
—Lo siento, hijo —dijo Letizia finalmente, con una voz suave, pero llena de un peso que sólo las madres acostumbradas a sacrificar emociones pueden llevar—. Sé que esto es muy difícil para ti… pero debemos proteger la monarquía.
Frederick no levantó la cabeza. Un músculo en su mandíbula se contrajo, y sus dedos aferraron con más fuerza la taza de té. Las palabras de su madre resonaban en su mente como un eco conocido, como un destino del que no podía escapar. Sus pensamientos eran un mar en tormenta: imágenes de Leonor, de su sonrisa, de su valentía al alejarse, se mezclaban con los deberes que la corona imponía desde que nació.
Y entonces, sin poder evitarlo, las palabras que Kate le dijo semanas antes —en ese salón de mármol donde siempre olía a rosas frescas y decisiones antiguas— regresaron con claridad, como una cinta grabada que no se puede pausar:
"Nuestros mundos son muy diferentes, tal vez no encontraron una laguna legal, porque no tenía que suceder"
Frederick parpadeó lentamente. Su corazón dolía. Se sintió atrapado, un príncipe de verdad, sí, pero sin poder sobre su propia historia.
Alzó los ojos por fin y clavó su mirada en la de Letizia.
—¿Estás insinuando que tengo que casarme con Kate?
Letizia no cambió su expresión. Tomó otra galleta y la partió en dos sobre su platillo.
—Solo estoy diciendo —dijo con calma— que siempre hay que hacer lo mejor para el pueblo… no lo mejor para uno mismo. El pueblo va por encima de todo. Incluyendo lo personal.
El silencio que siguió fue absoluto. No se oía nada salvo el tic-tac lejano de un reloj antiguo.
Frederick se recostó en el respaldo del sillón, con la mirada perdida en el techo ornamentado del salón. Sintió el peso de cada palabra. Recordó la fragancia del cabello de Leonor, el modo en que se reía con libertad, el acento extranjero que jamás trató de cambiar por agradar, el amor genuino que ella le dio sin máscaras. Y luego, recordó su partida.
Recordó no haber respondido cuando ella le preguntó si renunciaría por ella.
Recordó que no fue valiente.
Ahora, ahí estaba, contemplando la posibilidad de casarse con Kate solo porque era lo “correcto”. Porque tenía la edad. Porque su pueblo lo esperaba. Porque la corona no perdona las dudas, ni las demoras.
Pero en su pecho, una parte de él se rompía con cada segundo que pasaba.
Letizia lo miró. No con dureza, sino con la resignación de quien también alguna vez debió elegir lo que era debido por encima de lo que amaba.
Frederick no dijo nada más. Se quedó en silencio, con la taza aún entre las manos, sintiendo cómo la porcelana perdía el calor… como él.
Cuando la noche cayó sobre Copenhague, un viento frío se deslizó entre las columnas del palacio de Amalienborg, como un susurro antiguo que parecía cargar con el peso de generaciones. Frederick, sin abrigo, con tan solo un suéter oscuro y los pensamientos hechos nudos en su interior, salió por la puerta lateral que conducía al jardín real. Las luces del palacio se apagaban de forma gradual, como si también quisieran respetar el silencio de su alma.
El jardín, aunque perfectamente cuidado, tenía una melancolía especial cuando caía la noche. Las rosas dormían cerradas, las fuentes estaban detenidas, y los senderos de grava crujían bajo sus zapatos como si el suelo mismo quisiera recordarle que aún estaba allí. El cielo, cubierto de un manto opaco y sin estrellas, reflejaba su estado interior: un universo sin luz, un futuro sin certeza.
Caminar por los jardines era una tradición que solía compartir con su amada Leonor. Pero esa noche, cada paso lo alejaba más de su infancia y lo acercaba al peso de su legado.
Avanzó entre las sombras altas de los setos recortados, hasta llegar al círculo central donde se alzaban las estatuas de mármol de sus ancestros: reyes de Dinamarca, figuras imponentes que, incluso en la oscuridad, conservaban su mirada severa, su porte regio. El mármol blanco brillaba levemente con la tenue iluminación de los faroles antiguos, lanzando sombras alargadas que parecían moverse con él, observándolo, juzgándolo.
Se detuvo frente a la estatua de Christian IX, el "suegro de Europa", su tatarabuelo. Elevaba la cabeza con dignidad, el rostro cincelado con una expresión de firmeza y poder. Frederick se quedó mirándolo largo rato. Sus dedos se cerraron en puños dentro de los bolsillos.
—¿Tú también tuviste que renunciar a algo? —murmuró, sin esperar respuesta.
Siguió caminando. Vio a Federico IX, su abuelo, el que amaba al pueblo, el que navegaba en la tormenta y hablaba con el lenguaje de los sencillos. Luego, a su padre, cuya estatua ya existía.
Era como si todos le dijeran lo mismo sin hablar: “No puedes defraudar lo que somos. No puedes romper la cadena.”
Frederick se sentó en una banca de hierro forjado, justo frente a una hilera de arbustos nevados por la escarcha de julio. Apoyó los codos en las rodillas y se cubrió el rostro con ambas manos.
Por un lado, estaba el Parlamento, los consejeros, la reina su madre, la historia, el deber, Dinamarca entera. Por otro, Leonor. Su voz, su risa, sus ojos grandes y brillantes como estrellas españolas, su valentía, su dulzura. Con ella todo tenía color. Sin ella… solo quedaba el gris de ese cielo, el frío de esa banca, la soledad de su linaje.