Mientras los ojos del mundo se fijaban en Kate, la supuesta prometida del rey, Frederick se encontraba solo, de pie frente a un enorme espejo dorado en su alcoba. Vestía su uniforme real: la banda cruzada en el pecho, las medallas, los galones de oro, la capa de terciopelo granate. Todo estaba en su lugar. Todo, menos ella.
El reflejo que lo observaba no mostraba la imagen de un hombre que estaba a punto de cumplir un sueño, sino la de uno que se ahogaba en su propia decisión.
—No puedo hacerlo… —susurró con el rostro tenso.
Abrió la puerta de su habitación y salió con pasos firmes. Cuando bajaba las escaleras, su madre, la reina Letizia, lo vio desde el salón. Estaba sentada, rodeada de asistentes, vestida con elegancia regia.
—Frederick, ¿a dónde vas? —preguntó sin levantar la voz, solo con leve preocupación.
Él se detuvo por un segundo y, con la sinceridad de un hijo que se rinde ante su madre, le dijo:
—Tengo que buscar una opción… sin ella no puedo, mamá.
Letizia lo miró en silencio. Sus labios se curvaron en una suave sonrisa, cargada de una complicidad maternal que lo decía todo. No lo detuvo. Lo dejó ir. Porque lo entendía.
Sin esperar más, Frederick bajó corriendo, tomó las llaves del auto y, sin guardaespaldas ni protocolo, encendió el motor. El rugido del coche se perdió entre las calles mientras volaba hacia el hotel donde Leonor se alojaba. El semáforo en rojo, los bocinazos, nada lo detenía. No podía dejar que se le escapara. No esta vez.
Al llegar, subió apresurado, golpeó la puerta de su habitación con fuerza. Nadie respondió. La puerta cerrada era una sentencia. Apoyó la frente contra ella, sin fuerzas, con la mirada nublada de desesperanza.
Pero cuando bajó la vista para alejarse, la vio.
Venía cruzando el vestíbulo con Acosta y dos amigos más, risueña, con el cabello suelto y desordenado por el viento, su vestido sencillo, sus ojos intensos.
Corrió hasta ella. El mundo pareció detenerse.
—¡Leonor! —gritó, con una mezcla de emoción y urgencia.
Ella lo miró, sin sorpresa, como si hubiera presentido que él llegaría.
—Frederick…
Él se acercó, jadeando, y empezó a hablar sin freno, sin pensar:
—Sé que te enfadaste por lo que dije… y lo entiendo. En verdad lo siento. Solo… solo quiero que sepas que nada, nada tiene sentido si no estás tú. Si tengo que renunciar al trono para pasar mi vida contigo, lo haré. Te amo, Leonor. No puedo vivir sin ti. No quiero llevar a Kate al altar. No quiero verla convertirse en mi esposa. Anuncié ese compromiso para ganar tiempo. Quería encontrar una solución… pero no la encontré. Y cuando me vi al espejo, me di cuenta que no podría mirar mi reflejo jamás si no eras tú quien caminaba hacia mí al final del pasillo.
Leonor, que lo había escuchado todo sin parpadear, bajó la mirada por un instante. Frederick sintió que el corazón se le rompía… pero entonces ella sonrió, y dijo:
—Lo siento mucho, Frederick… lo siento porque no confiaste en que yo también lo lograría.
Extendió su brazo y le entregó un libro antiguo, de tapas desgastadas.
—Toma. Lo encontré.
Él lo abrió con manos temblorosas. Sus ojos se iluminaron al leer unas pocas líneas. El contenido que cambiaría todo estaba allí. Lo dejó caer al suelo, sin importarle, y la levantó entre sus brazos, girando con ella, mientras Acosta y los demás aplaudían y reían. Leonor reía también, con los brazos alrededor de su cuello.
—¡Lo lograste! —gritó él con alegría.
—Lo logramos —respondió ella.
Entonces Frederick miró el reloj.
—¡Dios mío! Estamos tarde. ¡Falta poco para nuestra boda!
Tomó la mano de Leonor con fuerza, se despidió con gratitud de los amigos de ella, que asintieron con complicidad, y todos subieron al coche.
Ya en marcha, Frederick llamó a Daniel.
—Daniel, necesito un favor urgente.
—Lo que usted diga, señor —respondió la voz leal de su amigo.
—Vamos a necesitar un poco de tiempo. Leonor debe prepararse… y yo también. Hay un cambio de planes. Uno hermoso.
Daniel rió desde el otro lado del teléfono, ya adivinando lo que vendría.
—Está bien. Déjemelo a mí. Yo detendré el tiempo si es necesario.
Y mientras el coche cruzaba veloz la ciudad, rumbo a un destino que ya no era el mismo, la historia estaba a punto de cambiar. Porque el amor, una vez más, se alzaba por encima de los títulos, los protocolos y las coronas.
Fuera de la majestuosa catedral de piedra blanca, adornada con estandartes reales y floreros colgantes con lirios y peonías, una multitud de periodistas, camarógrafos y curiosos se aglomeraban ansiosos. Las cámaras captaban cada detalle con precisión milimétrica: desde el crujido de las llantas de los autos oficiales sobre el pavimento hasta los murmullos emocionados de la multitud. Todos esperaban ver entrar al príncipe Frederick del brazo de una princesa… aunque no sabían a cuál.
Los reporteros hablaban al unísono con sus micrófonos en alto:
—"Desde las afueras de la Catedral de San Jorge, les informamos en vivo de lo que podría ser la boda del año… o su cancelación", decía una periodista con voz controlada, aunque sus ojos delataban la tensión.
—"Federico V ha llegado acompañado de la reina Leticia y la princesa Clarice. Pero aún no hay señales de la novia."
El vehículo de la familia real se detuvo frente a la escalinata principal. De él descendió primero Clarice, elegante, con un vestido de tono marfil y capa azul marino, el rostro serio, aunque en sus ojos brillaba algo más… ¿compasión o secreto? Luego lo hizo Leticia, con un porte solemne, vestida de verde oscuro, con un tocado discreto y perlas en las orejas. Por último, Frederick bajó del auto, pero su rostro estaba sereno, resuelto. Era evidente que no había lágrimas ni duda en sus ojos: sabía lo que iba a hacer.
Dentro del palacio, sin embargo, la escena era muy distinta.
En uno de los aposentos más luminosos, Kate se encontraba sentada frente a un espejo de cuerpo entero. Su vestido era una joya de la alta costura: blanco nacarado, con detalles en pedrería fina a lo largo del escote en forma de corazón, mangas largas de encaje bordado a mano y una cauda de más de tres metros. En su cuello, un collar de diamantes heredado por generaciones; en sus orejas, los pendientes de la reina madre. Su maquillaje era impecable: tonos cálidos, labios suaves en rosa malva, y sus mejillas ligeramente ruborizadas. Su cabello rubio estaba recogido en un moño pulido y elegante, decorado con pequeños cristales incrustados que parecían flotar entre los mechones como rocío de la mañana.