El auto negro de alta gama frenó con elegancia frente a la majestuosa catedral danesa. Las campanas repicaban a lo lejos, anunciando que la hora se acercaba. Las calles alrededor estaban atestadas de gente que ondeaba banderas, con cámaras en mano y lágrimas en los ojos, conscientes de que eran testigos de una escena que quedaría grabada en la historia del país.
Las puertas del vehículo se abrieron y Frederick, vestido con su impecable uniforme ceremonial, descendió con el porte regio de un monarca. Sus botas negras brillaban bajo el sol, y la banda azul que cruzaba su pecho contrastaba con el dorado de sus medallas. Su rostro, sin embargo, estaba serio, tenso… como si estuviera a punto de ir a la guerra más que a una boda.
Del otro lado del auto descendió Leonor, y fue como si el tiempo se detuviera.
Lucía una capa larga de terciopelo color azul medianoche que ondeaba suavemente con la brisa. Su rostro estaba sin maquillar, el cabello algo desordenado por el viaje apresurado, y en sus manos sostenía con fuerza varios papeles y un viejo diccionario danés. Aun así, algo en ella irradiaba una belleza salvaje, inesperada. No llevaba corona, ni joyas, ni un vestido de novia. Pero había en su mirada una fuerza que hizo que todo el mundo girara la cabeza.
Los presentes murmuraron entre sí, incrédulos.
—¿Esa es…? —susurró una mujer de la alta sociedad mientras se llevaba la mano al pecho—. No puede ser…
Un camarógrafo apuntó su lente hacia ellos con urgencia, y el comentarista de televisión que cubría el evento comenzó a hablar con voz temblorosa por la emoción:
—Damas y caballeros… algo inesperado está ocurriendo en estos momentos. El rey Frederick VI ha llegado a la catedral… acompañado de una mujer que no es la princesa Kate. Por lo que podemos ver… se trata de la señorita Leonor Acosta.
Dentro de la catedral, Letizia —la madre de Frederick— aguardaba al pie de las escaleras del vestíbulo, con su elegante vestido color marfil y una mantilla que le daba un aire majestuoso. Su rostro estaba grave, pero su mirada era firme. Apenas vio a Frederick y Leonor cruzar las enormes puertas de roble tallado, caminando entre los guardias y los fotógrafos, se adelantó con paso decidido.
Frederick bajó la vista, preparándose para recibir una reprimenda. Iba a hablar, pero su madre levantó la mano con suavidad.
—No digas nada —le dijo con voz firme—. Daniel me explicó todo.
Leonor tragó saliva con dificultad, con los nervios encogiendo su pecho. Pero Letizia se giró hacia ella, y sus ojos cambiaron. Ya no eran los de una reina severa, sino los de una madre protectora.
—Leonor —continuó—, tenemos muy poco tiempo para convertirte en la novia más hermosa de toda Dinamarca.
Frederick soltó una carcajada suave, casi de alivio. El peso de semanas, quizá meses de tensión, se desvaneció en su pecho como si su madre hubiese apretado un botón secreto de paz.
Letizia se acercó a Leonor, le tomó la mano con firmeza y la miró de arriba abajo.
—Vamos. Tienes la nobleza en el alma. Lo demás… lo resolvemos en maquillaje.
Leonor la miró con un atisbo de incredulidad y luego conmovida. No era solo que la reina la aceptaba, era que la estaba abrazando como parte de su familia.
Frederick dio un paso atrás, viendo cómo su madre y Leonor se alejaban por un pasillo lateral que conducía a los aposentos privados de preparación. Letizia ordenó con voz firme:
—¡Helen! ¡Christina! ¡Vengan de inmediato! Necesitamos maquillaje, peinado, vestido… ¡y rápido!
Dos estilistas aparecieron corriendo desde el fondo, una con una caja de cosméticos, la otra con una cinta métrica colgando del cuello. Las luces del pasillo rebotaban en las paredes de mármol blanco y los candelabros dorados brillaban como estrellas sobre ellas.
Frederick observó la escena desde la distancia, el corazón agitado. Todo estaba por comenzar. Pero esta vez, la historia sería contada de una manera distinta. Esta vez, Dinamarca no tendría una reina por deber… tendría una reina por amor.
El ambiente dentro de la alcoba estaba cargado de un aire triunfante y sereno. El perfume floral de rosas blancas y peonías flotaba en el aire, mezclado con el tenue aroma del maquillaje recién aplicado. Kate, erguida frente al gran espejo barroco de cuerpo completo, se contemplaba con orgullo. El vestido blanco que caía desde sus hombros era una obra de arte: hecho de seda italiana, bordado a mano con hilos de plata y diminutas perlas que brillaban como rocío bajo la luz de los candelabros de cristal. El velo, sujeto con una delicada tiara de diamantes heredada de la realeza danesa, caía como una cascada hasta el suelo de mármol pulido. Su cabello rubio estaba recogido en un moño bajo con ondas perfectas, dejando algunos mechones sueltos que enmarcaban su rostro impecablemente maquillado.
Una maquillista colocaba los últimos retoques de polvo en su rostro mientras el estilista se aseguraba de que cada hebra del peinado estuviera en su sitio. Otros dos asistentes aún trataban de secar la pequeña mancha que quedaba del té derramado momentos antes, cuidadosamente con una toalla blanca y un pequeño secador de mano.
Entonces, Daniel apareció en la puerta, vestido con su uniforme ceremonial, la mirada calculadora y la voz suave pero firme.
—Ya la futura reina está lista —dijo con una sonrisa ligera—. Déjenla sola. Merece unos momentos de paz antes de caminar hacia el altar.
Los asistentes se miraron entre sí, asintieron con respeto y comenzaron a recoger sus cosas. En cuestión de segundos, el cuarto fue quedando vacío, hasta que el sonido de los tacones de la maquillista se desvaneció por el pasillo. Kate no giró para mirarlos irse; estaba absorta en su propio reflejo, hipnotizada por la perfección que había logrado.
Daniel cerró la puerta lentamente tras ellos. El clic metálico del cerrojo girando fue casi imperceptible, pero definitivo. Luego, sin hacer ruido, sacó una pequeña llave de su bolsillo, la giró por fuera y la guardó rápidamente en el interior de su chaqueta. Nadie lo vio.