Del Palacio al Corazón 2 La Boda Real

Capítulo 25

La atmósfera en la catedral era solemne, vibrante, histórica. Las columnas góticas parecían respirar con el murmullo de los invitados y los miembros del Parlamento que, engalanados con trajes formales y medallas doradas, esperaban ansiosos el inicio de lo que debía ser una boda real inolvidable. En medio de ese aire cargado de expectativas, el gran portón de madera tallada se abrió de par en par, dejando entrar una corriente de aire fresco y cuatro figuras imponentes.

Frederick fue el primero en pisar la alfombra roja, seguido por su madre Letizia, quien sostenía con elegancia el brazo de Federico V. Clarice, caminando con paso decidido, cerraba la comitiva. Todos en la catedral se pusieron de pie con un movimiento casi coreografiado. Las voces callaron. Se hizo un silencio reverente.

El maestro de ceremonias, con su bastón de plata, alzó la voz con solemnidad:

—¡Su Alteza Real, el Príncipe Frederick de Dinamarca!

Los músicos, obedientes a la señal previa, comenzaron a tocar una melodía solemne con piano y violines que llenó el recinto de notas doradas. Frederick avanzó unos pasos más, sus botas resonando con firmeza en las losas del piso antiguo. Entonces, con un movimiento sereno de su mano derecha, ordenó detener la música. El pianista soltó las teclas. El violinista bajó el arco. Silencio absoluto.

Frederick giró lentamente hacia los presentes, con la mirada altiva, una seguridad que no dejaba espacio para la duda. Su voz, cuando habló, sonó firme, clara, con una autoridad que heló la sangre.

—Damas y caballeros —dijo, y su tono retumbó bajo la cúpula de la catedral—. Hay un cambio de planes.

Los murmullos se alzaron como un enjambre de abejas inquietas. Entre los presentes, algunos diplomáticos se miraron entre sí; una baronesa danesa levantó su abanico en señal de desconcierto. En ese momento, las puertas laterales se abrieron con un chirrido apenas audible, y Leonor apareció, guiada por Letizia y Clarice, con el vestido aún sin terminar del todo pero espléndida, como una joya sin pulir pero prometedora. Su rostro reflejaba desconcierto, sorpresa, temor... y algo más: determinación.

Frederick la miró y esbozó una sonrisa breve, luego alzó un manuscrito antiguo que Daniel acababa de entregarle minutos antes. El cuero que lo encuadernaba era agrietado por los siglos, y las letras góticas brillaban bajo la luz de los candelabros.

—Hay un cambio de planes —repitió, esta vez con el libro en alto—. Según la primera constitución danesa, escrita en Bornigør en el año 1482...

Louis, que acababa de salir del baño tras el engaño de Daniel, al ver a su hija en el salón caminando hacia el altar, corrió a detenerla. La tomó del brazo con fuerza paternal, sus ojos reflejaban una mezcla de angustia y frustración.

—Esto es ilegal —dijo—. La ley danesa lo prohíbe.

Frederick, sin alterar su expresión, se giró lentamente hacia Louis y lo interrumpió con una calma letal.

—Según la constitución de 1482 —continuó—, toda mujer de origen plebeyo podrá convertirse en reina consorte de Dinamarca si demuestra dominio del idioma danés y conocimiento de nuestra constitución.

Los murmullos se intensificaron. El Parlamento comenzó a hablar entre sí. Algunos estaban escandalizados. Otros, curiosos. Uno que otro, complacido.

Leonor, inmóvil aún al lado de su padre, lo miraba perpleja. La mención del idioma danés la había descolocado, y más aún el hecho de que ahora tendría que dar prueba pública de su conocimiento.

Frederick cerró el manuscrito lentamente. Bajó la mirada hasta Leonor y susurró, aunque todos pudieron oírlo:

—Hoy, aquí, en presencia del Parlamento y del pueblo, Leonor demostrará si es digna de ser reina de Dinamarca.

Letizia, firme a un costado, colocó una mano sobre el hombro de su hijo, dándole su respaldo. Federico V, con su rostro solemne, asintió como un juez que aprueba el procedimiento. Clarice, desde el otro extremo, lanzó una mirada desafiante a los detractores, como si dijera “a ver, que alguien se atreva a detener esto”.

Los miembros del Parlamento se acomodaron en sus asientos. Una tensión viva recorría cada banco, cada rincón del altar, como si las paredes mismas contuvieran la respiración.

El aire denso de anticipación dentro de la catedral se mezclaba con los murmullos contenidos y las miradas expectantes. Las paredes, cubiertas por tapices reales y luces tenues que resaltaban el esplendor de las columnas góticas, fueron testigo del instante exacto en que el destino comenzó a virar con fuerza.

Mientras todo esto ocurría en el interior, Kate, atrapada en el pequeño cuarto donde Daniel la había confinado, luchaba desesperadamente por forzar la puerta con una silla de respaldo curvo. Golpeó una, dos, tres veces… hasta que desistió, jadeando con frustración. Entonces, sus ojos, ansiosos, se fijaron en la estrecha ventana. Se acercó, trepó la silla, y con dificultad logró abrirla. El aire de la mañana golpeó su rostro, húmedo y frío.

Sin pensarlo mucho, Kate se quitó los zapatos de tacón de satén blanco, los dejó caer por la ventana —cayeron con un sonido sordo sobre la tierra— y, apoyándose en los bordes de piedra, se deslizó por la abertura con sus manos temblorosas. Su vestido largo de novia se enredaba en los bordes y su velo se enganchó por un segundo. Luego, sin más, cayó.

El golpe no fue violento, pero sí sorprendente: aterrizó directamente sobre un ojarar cubierto de hojas húmedas, ramas y barro. Un ave salió volando del arbusto al sentir el peso. Kate se incorporó como pudo, con el vestido sucio, el cabello desordenado y las piernas cubiertas de rasguños. Se sostuvo del tronco de un árbol y con la respiración entrecortada corrió hacia el portón lateral del ala este.

En ese instante, dentro de la catedral, Leonor se soltó del brazo de Louis, cuya mirada aún reflejaba confusión y rabia. Todos los invitados la miraban con asombro y expectación. Con paso tímido, pero firme, Leonor avanzó por la alfombra carmesí que conducía al centro del altar. El vestido que Letizia había elegido para ella era blanco marfil, sencillo, sin bordados ni pedrería, pero perfectamente entallado, con una caída vaporosa que la hacía ver como una figura salida de un cuadro antiguo. El cabello lo llevaba recogido con una tiara discreta, y su mirada, aunque intimidada, no titubeaba.




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