Del Palacio al Corazón 2 La Boda Real

Capítulo 26. Larga vida al Rey Elías!

Una alfombra roja se extendía desde la escalinata principal hasta el altar dorado, cubierto de lirios blancos, rosas de invierno y ramas de abeto, en honor a las raíces danesas. Las campanas repicaban con solemnidad mientras los invitados aguardaban en sus asientos, vestidos con sus mejores galas. El murmullo se detenía cada vez que alguien giraba la cabeza esperando ver aparecer a la novia.

Frederick estaba de pie junto al altar, con la postura firme del rey que era, pero los ojos brillantes del hombre enamorado. Llevaba el uniforme real con la banda azul celeste cruzando su pecho y condecoraciones antiguas que tintineaban suavemente con cada respiración. Junto a él, sus padres —el rey retirado, enfermo, y la reina Letizia, elegante como siempre— lo observaban con orgullo y nostalgia.

Pero había algo más. Una sorpresa.

Leonor, aún sin saberlo, se detuvo detrás de las puertas de la catedral, conteniendo la respiración. Su corazón latía con fuerza bajo el corsé del vestido de encaje blanco marfil, una obra de arte que se ceñía a su silueta con suavidad y poder. Las puertas se abrieron con lentitud, como si el tiempo se detuviera, y ahí estaban. Justo frente a ella.

—Mamá... Papá… —murmuró Leonor, entre un sollozo y una risa temblorosa.

Sus padres, a quienes no había visto desde su abrupta salida de Estados Unidos, estaban de pie justo frente a ella. La señora O’Hara, elegante y luminosa, la miró con ternura mientras le secaba una lágrima de emoción con un pañuelo bordado a mano.

—No llores, linda —dijo con una sonrisa dulce—, que vas a arruinar el maquillaje.

Leonor rio, secándose el rostro, y tomó las manos de sus padres. Con un nudo en la garganta, les permitió colocarse a cada lado suyo. Entonces, caminaron los tres, lentamente, por el pasillo de la catedral. El murmullo entre los invitados se apagó. Todos los ojos estaban sobre ellos. Frederick sonrió al verla avanzar, y cuando sus miradas se encontraron, el mundo pareció fundirse en silencio.

Los padres de Leonor la entregaron con orgullo. Frederick hizo una leve reverencia hacia ellos, y luego extendió la mano hacia Leonor, quien se la tomó sin dudar. Sus dedos encajaban como piezas destinadas a estar unidas.

El sacerdote, un anciano de voz profunda y pausada, levantó una mano pidiendo silencio. Los invitados tomaron asiento, expectantes.

—Hace más de cincuenta años que no presenciamos en esta catedral una unión como esta —comenzó—. Hoy, la corona danesa no solo celebra una boda, sino el triunfo del amor sobre el deber, del corazón sobre la costumbre. El rey Federico VI ha abierto su alma a una mujer que no proviene de la nobleza danesa, sino de tierras lejanas, de alma libre y corazón valiente: la señorita Leonor O’Hara.

Un suspiro colectivo recorrió la sala. Frederick volvió a mirar a Leonor. Sus ojos no necesitaban palabras.

—Majestad, ¿acepta usted como esposa a la señorita Leonor O’Hara, futura Reina de Dinamarca? ¿Promete amarla, honrarla y respetarla todos los días de su vida?

—Acepto —dijo Frederick con voz firme, casi emocionada. Y su mirada, fija en ella, parecía prometerle un mundo.

—Y usted, Leonor O’Hara, futura Reina de Dinamarca, ¿acepta como esposo al rey Federico VI, prometiendo cuidarlo, amarlo y honrarlo hasta que la muerte los separe?

—Sí, quiero —dijo ella, con una voz clara y segura, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

Frederick tomó el anillo de oro blanco y lo deslizó con delicadeza en el dedo anular de Leonor. El sacerdote levantó los brazos.

—Por la voluntad de Dios, los declaro marido y mujer. Rey y Reina de Dinamarca. Lo que el cielo ha unido, que ningún hombre lo separe.

Justo cuando Frederick inclinaba el rostro para besar a su esposa, las puertas de la catedral se abrieron de golpe con un crujido violento. Todos voltearon. Un murmullo de escándalo y sorpresa recorrió el lugar.

—¡Esa boda no puede continuar! ¡Esa mujer no es reina! —gritó una figura desalineada desde el umbral.

Era Kate.

Irrumpió en el pasillo como una tormenta. Su vestido estaba rasgado, su cabello deshecho y cubierto de ramas, barro y lágrimas. Tenía la mirada desenfrenada, y su voz resonaba entre las paredes sagradas del templo.

—¡Frederick, te amo! ¡Esta boda es mía! ¡Ella me robó la corona!

Louis, su padre, horrorizado, corrió tras ella y la sujetó de los brazos.

—¡Kate, basta! —gritó con vergüenza, intentando taparle la boca— ¡Estás haciendo el ridículo!

—¡No, papá! ¡No me detengas! ¡Frederick, tú y yo íbamos a casarnos! ¡Te amo! —chillaba, retorciéndose como si todo su mundo se derrumbara.

Los invitados contenían la respiración. Algunos reían, otros murmuraban, escandalizados. Pero Frederick no se movió. Sostuvo la mano de Leonor con fuerza, y sin apartar la mirada de su esposa, se inclinó y la besó.

Un beso largo, sereno, firme. El beso de un rey que ha hecho su elección. El beso de un hombre que ha encontrado su hogar.

Los presentes se pusieron de pie y estallaron en vítores.

—¡Larga vida a los Reyes!
¡Larga vida al Rey Federico VI!
¡Larga vida a la Reina Leonor!

Mientras Kate era arrastrada fuera de la catedral por su padre, su grito final se desvaneció entre los aplausos.

—¡Te amo, Frederick! ¡Ella no merece esa corona!

Pero ya era tarde. El pueblo danés había hablado. El destino también.

Cuando salieron de la catedral, los rayos del sol rompieron entre las nubes como una bendición divina. Las banderas ondeaban, los pétalos caían desde los balcones y las campanas no cesaban de sonar. El pueblo reunido afuera ovacionaba con entusiasmo. Frederick tomó la mano de Leonor y se detuvieron a observar al pueblo que los aclamaba.

—Tal vez esto no sea un cuento de hadas… —susurró Frederick, mirando a su esposa con ternura—. Pero se parece mucho.

Y la besó nuevamente, mientras el carruaje real llegaba para recogerlos.




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