Del Palacio al Corazón

Capítulo 2

El motor rugía con fuerza mientras Federico y Jean se alineaban en la pista improvisada, cada uno en su vehículo. El sonido de los motores vibraba en el aire, mezclándose con la tensión que flotaba entre los espectadores y el murmullo de las apuestas apresuradas. Federico, con una mirada desafiante y los dedos apretados alrededor del volante, inclinó la cabeza ligeramente para observar a Jean. Jean, con una sonrisa confiada y despreocupada, respondió con un ligero asentimiento. Ambos esperaban el conteo, y cuando finalmente se dio la señal, sus vehículos salieron disparados hacia adelante, el asfalto crujió bajo las ruedas y un rugido ensordecedor llenó el ambiente.

Federico apretó el acelerador con todas sus fuerzas, sintiendo la vibración del motor reverberar a través de su cuerpo. El viento soplaba fuerte a través de las ventanas, desordenándole el cabello, pero él apenas lo notaba, su mirada fija en la carretera y en la figura de Jean al lado. Jean le devolvía la mirada a ratos, con esa expresión que casi parecía una burla. Al divisar la meta a lo lejos, Federico sintió la adrenalina subir, el deseo de ganar ardía en su pecho, un fuego imposible de contener. Pero entonces, Jean hizo algo inesperado: soltó el acelerador. El auto de Jean desaceleró ligeramente, permitiendo que Federico cruzara la línea de meta primero.

Federico frenó su auto con brusquedad y se quedó inmóvil por un momento, sus dedos aún crispados en el volante. La victoria, en lugar de sentirse dulce, le supo a derrota. Salió del vehículo con un aire tenso, el ceño fruncido, y miró a Jean, quien ya se acercaba con una sonrisa fácil en el rostro.

-Muy buena carrera -dijo Jean, riendo como si no tuviera una sola preocupación en el mundo.

Federico lo miró con dureza, sacudiendo la cabeza. -No es así como me gusta ganar, y lo sabes -le respondió, molesto.

Jean levantó las manos en un gesto de rendición despreocupada, como si todo fuera un simple juego. Antes de que Federico pudiera decir más, dos chicas se acercaron corriendo. Una de ellas, una morena de ojos chispeantes, se lanzó a sus brazos y lo besó en los labios, mientras la otra también se acercaba para felicitarlo. Federico, atrapado en ese torbellino de atenciones, no tuvo tiempo de reaccionar antes de que un auto lleno de paparazzi apareciera en el lugar, las cámaras destellando con un brillo incesante. El príncipe, siempre el centro de atención, ahora era el protagonista involuntario de otro "escándalo real".

Mientras tanto, Leonor llegó al lugar y aparcó la vieja camioneta familiar, deteniéndose un momento para observar el caos que se desarrollaba. Salió apresuradamente, ajustando el vestido lila que se había puesto con esmero, y se acercó a una de sus amigas.

-Cindy, tienes un vestido genial -dijo Leonor, sonriendo mientras admiraba el elegante vestido de su amiga.

Federico finalmente logró liberarse del asedio de los fotógrafos, se deslizó fuera del auto y se dirigió hacia Jean, la mandíbula tensa.

-Sabes que no me gusta ganar así -le soltó con frialdad, el disgusto evidente en su mirada.

Jean se encogió de hombros, como si el asunto no tuviera mayor importancia. Las dos chicas que habían besado a Federico lo felicitaron de nuevo, pero antes de que la situación pudiera complicarse aún más, el sonido de las cámaras continuaba, capturando cada gesto.

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Más tarde, en la boda de Cindy, Leonor se sentó en una de las mesas del elegante salón de fiestas. La música llenaba el aire, y las luces colgantes parpadeaban como estrellas, mientras los invitados bailaban con alegría alrededor de la pista. Cindy, la novia, se movía con gracia, el vestido blanco ondeando mientras bailaba con su nuevo esposo. Leonor observaba la escena con una mezcla de felicidad y nostalgia, sentada junto a Lorena, una de sus mejores amigas de la infancia.

-De nuestro grupo de infancia ya han caído dos -comentó Leonor, su voz llena de una ironía suave-. Solo faltamos tú y yo.

Lorena soltó una risa ligera y meneó la cabeza. -No es tan malo, ¿sabes? -respondió con una sonrisa.

Leonor miró a su amiga, recordando sus sueños de adolescentes, cuando solían hablar de conquistar el mundo, de viajar y lograr grandes cosas antes de pensar en casarse. -Recuerdo que antes decíamos que queríamos cumplir nuestros sueños -continuó Leonor, sus palabras teñidas de melancolía-. Salir al mundo y luchar por todo lo que anhelábamos. Nunca pensé en casarme y olvidarme de esos sueños. Gracias a Dios, quedamos nosotras.

Leonor la miró con ojos comprensivos, pero antes de que pudiera decir algo, Lorena extendió la mano y mostró un anillo en su dedo.

-Tom me pidió matrimonio -confesó, su voz temblando levemente.

Leonor abrió los ojos con sorpresa, pero rápidamente la abrazó.

-¿No me odias? -preguntó Lorena con una risa nerviosa.

-No, claro que no -aseguró Leonor, apretando su abrazo-. Me alegro por ustedes.

Se separaron y rieron juntas, compartiendo un momento de complicidad. Lorena se levantó cuando Cindy, la novia, se preparó para lanzar el ramo, la música elevándose con expectación. Leonor se quedó sentada, viendo cómo su amiga se unía a la multitud de mujeres ansiosas. Cindy lanzó el ramo, y Lorena, con una sonrisa de felicidad, lo atrapó. Las risas y los aplausos llenaron el salón, y Leonor sonrió levemente, aunque su mente vagaba en otra dirección.

Miró a sus amigas y no pudo evitar pensar en cómo sus sueños de instituto parecían haberse desvanecido para muchas de ellas. El deseo de conquistar el mundo había sido reemplazado por el amor y la estabilidad de una vida familiar. Pero ella aún sentía ese anhelo ardiente, esa chispa que la hacía querer más, no solo para casarse, sino también para cumplir las metas que siempre había perseguido.

En el majestuoso Palacio de Amalienborg, sede de la familia real danesa, cada rincón relucía con la elegancia y el esplendor propios de una residencia de reyes. Las paredes de mármol blanco reflejaban la luz del día que entraba a raudales por las ventanas con molduras doradas, creando un ambiente cálido y resplandeciente. Los pasillos estaban decorados con tapices antiguos que narraban historias de batallas y alianzas, y los candelabros de cristal, suspendidos del techo, pendían como constelaciones de estrellas inmóviles, lanzando destellos cuando los rayos de sol los tocaban.




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