Leonor salía de la facultad de medicina en un día fresco, con una brisa ligera que movía sus cabellos sueltos, enredándolos en su rostro mientras caminaba distraída. En sus pensamientos, repasaba los temas de anatomía y fisiología que había estudiado esa mañana, tanto que apenas se percató de los autos que pasaban cerca de la entrada del campus. Llevaba una mochila cargada de libros sobre su hombro derecho, y una carpeta en la mano izquierda que apretaba contra su pecho, tan absorta en su mundo que no notó el rugido de un motor acercándose.
De repente, un auto negro de lujo, con un diseño elegante y ventanas polarizadas, giró justo frente a ella y se detuvo de golpe, a tan solo unos centímetros. Leonor sintió que el mundo se detenía; su respiración se aceleró mientras sus ojos se fijaban en el auto, sus piernas tensas, incapaces de moverse. El vehículo brillaba bajo la luz del sol, reflejando su imagen en el acabado oscuro de la pintura. Al interior, tras el vidrio, vio una figura que la miraba con intensidad, aunque en un principio no podía distinguir bien los rasgos debido al reflejo.
El conductor, con una expresión estoica y seria, observaba a Leonor a través del parabrisas. Pero fue el joven sentado a su lado quien capturó su atención. Federico, el príncipe, la miró por un instante, sus ojos llenos de un brillo curioso y un aire arrogante. Sin embargo, en vez de detenerse para disculparse o siquiera preocuparse, volvió a dirigir su mirada hacia adelante, como si aquella escena no fuera más que una pequeña interrupción en su día.
Leonor, aún en estado de shock, observó cómo el auto retomaba su marcha, alejándose mientras ella seguía de pie, inmóvil. Por un momento, sintió una mezcla de incredulidad y algo de indignación. Al apartarse del camino, miró cómo el auto desaparecía, notando el tono oscuro y sofisticado del vehículo que claramente no pertenecía a un estudiante promedio de la universidad.
Dentro del auto, Federico recostó su cabeza en el asiento y miró a través de la ventana, observando a las chicas que paseaban en grupos por los senderos de la universidad, algunas con jeans ajustados y camisas cortas, otras con ropa deportiva, todas compartiendo risas y miradas alegres. -Esto será divertido -murmuró con una sonrisa arrogante, mientras su mente comenzaba a vagar con ideas sobre cómo aprovecharía su estancia en Estados Unidos.
Daniel, su guardaespaldas, frunció el ceño desde el asiento del conductor, sin ocultar su desaprobación. -Señor, sus padres esperan que asista a las clases y cumpla con el plan de estudios -dijo en un tono serio, aunque no severo. Había estado a cargo del príncipe desde su llegada, y, aunque intentaba mantenerse neutral, no podía evitar preocuparse por el comportamiento de Federico.
Federico giró los ojos con una expresión de fastidio y se cruzó de brazos. -Daniel, a partir de ahora, olvídate de esa formalidad. No me llames "señor", y mucho menos "alteza real". Estoy aquí para vivir como un estudiante normal, así que llámame Frederic, ¿entendido?
Daniel lo miró de reojo y asintió con reticencia. -Sí, claro... Frederic -respondió con cierta resignación.
Federico, notando la incomodidad en el rostro de su guardaespaldas, no pudo evitar sonreír. -¿Por qué esa cara, Daniel? -preguntó con un toque de burla-. Pareces disgustado, como si esto fuera un castigo para ti.
Daniel mantuvo la vista en el camino mientras estacionaba el auto cerca de los dormitorios universitarios. -Mi cara siempre ha sido así, señor... quiero decir, Frederic. Son ideas suyas.
Federico soltó una carcajada, algo que apenas hacía en presencia de sus padres o en las reuniones de la corte. -Nunca te he visto reír, Daniel. Siempre llevas esa misma expresión rígida y seria. Deberías relajarte, estamos en Estados Unidos. Aquí podemos ser libres.
Con una sonrisa burlona, Federico le indicó a Daniel que no necesitaba abrirle la puerta, recordándole el acuerdo que habían hecho. Ambos descendieron del auto, y Federico observó a su alrededor. Los edificios de la universidad se alzaban a su alrededor, y el ambiente juvenil, lleno de energía y risas, lo envolvía. Era un mundo completamente diferente al de los rígidos pasillos del palacio.
Al abrir el maletero, comenzaron a descargar el equipaje. Daniel, fiel a su naturaleza disciplinada, tomó las maletas más pesadas sin vacilar, mientras Federico tomaba las más ligeras, disfrutando del momento de informalidad y libertad.
Subieron las escaleras del edificio de dormitorios hasta llegar a la habitación asignada a Federico. La habitación era sencilla, con dos camas individuales, un par de escritorios y una ventana que ofrecía una vista de los jardines centrales de la universidad. La decoración era modesta, sin lujos, algo que Federico no estaba acostumbrado a ver en su vida diaria.
Federico lanzó su maleta en la cama y se dejó caer sobre el colchón, suspirando de alivio. Daniel, de pie junto a la puerta, lo miraba con una mezcla de resignación y paciencia.
-Finalmente libre, Daniel -dijo Federico, entrecerrando los ojos como si disfrutara de una sensación de independencia que había estado esperando toda su vida.
Daniel, sin perder su formalidad, asintió y se cruzó de brazos. -Recuerde que estamos aquí bajo ciertas condiciones, Frederic. Sus padres esperan que cumpla con sus estudios y que mantenga un comportamiento digno.
Federico solo rió, levantándose de la cama con energía y dirigiéndose hacia la ventana. Observó a los estudiantes que se movían por los jardines, hablando, riendo, viviendo sin preocuparse por las reglas de la realeza o las expectativas de un trono. Ese era el mundo que quería explorar, al menos por un tiempo.
Mientras Daniel empezaba a organizar sus cosas en un rincón de la habitación, Federico abrió la ventana, inhalando profundamente el aire fresco del campus. Estaba decidido a vivir cada momento, a aprovechar la libertad y la juventud sin pensar en las consecuencias que inevitablemente vendrían después.
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Editado: 10.11.2024