Del Palacio al Corazón

Capítulo 9

La habitación de Frederick estaba cuidadosamente organizada, pero en ese momento, mientras él alistaba su equipaje, un aire de distensión se sentía en el ambiente. El joven príncipe no era un novato en empacar, pero lo hacía con una actitud relajada, casi como si la realeza no fuera más que una etiqueta distante, una responsabilidad que solo lo seguía cuando le convenía. Las camisas de vestir y los pantalones de traje estaban cuidadosamente doblados y acomodados en su maleta de cuero negro. Había decidido llevar ropa más informal para la ocasión, algo que le permitiera sentirse menos distante, menos... príncipe, por así decirlo. Quería pasar un Día de Acción de Gracias genuino, sin los protocolos reales que tanto lo asfixiaban en su día a día.

Daniel, su fiel guardaespaldas, estaba de pie junto a la puerta, observando con una mezcla de preocupación y resignación. Sabía que Frederick no aceptaría ninguna sugerencia o consejo, pero su deber era velar por él, y el príncipe, con su comportamiento errático, no estaba dispuesto a facilitarle el trabajo.

-Su Alteza, ¿está seguro de que no quiere que lo acompañe? -preguntó Daniel, con el ceño fruncido, mientras sus ojos seguían el movimiento de Frederick al colocar una chaqueta de lana en la maleta.

Frederick lo miró por encima del hombro, con una sonrisa burlona que dejaba ver su clara intención de no ser atado por ninguna de las reglas no escritas de la realeza.

-No, Daniel. No me hace falta -respondió con tono firme, cerrando la maleta y dándole una palmadita. Luego, giró sobre sus talones y caminó hacia el espejo para verificar su apariencia. Se alisó el cabello, aunque un poco de desorden parecía añadirle carácter. Como si hubiera decidido dejar un poco de lado la perfección que todo príncipe debería exhibir.

Daniel no parecía estar convencido, pero sabía que no podía insistir mucho más. Al fin y al cabo, Frederick era un hombre adulto y sus decisiones, aunque a menudo irresponsables, formaban parte de su naturaleza rebelde. Sin embargo, el guardia seguía preocupado.

-Pero, mi señor -empezó de nuevo, esta vez con una ligera presión en su voz-, ¿qué pasaría si su madre se entera de que lo he dejado solo? Usted sabe lo que eso significaría. Me cortaría la cabeza -agregó, con un tono de seriedad, mientras las palabras pesaban en el aire.

Frederick se giró hacia él, su rostro suave pero con una sonrisa cínica, como si se hubiera acostumbrado a ser el centro de toda preocupación, pero no fuera a ceder a ninguna de ellas.

-Está bien, Daniel, estará bien -le dijo con calma, mientras su mano se deslizaba por la perilla de la puerta. Miró a su guardaespaldas directamente a los ojos, y sus palabras tenían un aire de suficiencia que solo podía venir de alguien que conocía la verdad de su situación, pero no le importaba-. No me pasará nada. Puedes descansar. Te prometo que estaré a salvo.

Daniel respiró hondo, sabiendo que la insistencia era inútil. Era la forma en que Frederick siempre lo hacía: rehuir de los peligros, evadir el deber, y sin embargo siempre salir ileso. Por más que deseara protegerlo, el joven príncipe era imparable, y Daniel no podía más que seguirlo en su propio camino.

-¿Y qué voy a hacer yo solo aquí durante cinco días? -preguntó Daniel, con un leve tono de desesperación, mirando cómo Frederick terminaba de cerrar su maleta con un suspiro de satisfacción.

Frederick soltó una risa suave, como si la pregunta fuera un juego más en una lista de bromas que ambos compartían a menudo. Pero no había en su risa nada amable, sino más bien una ligera burla hacia la idea misma de que alguien pudiera sentirse atrapado en su rutina.

-No sé, Daniel -respondió mientras caminaba hacia la puerta, tomándose su tiempo para poner el sombrero que llevaba consigo-. Haz turismo, disfruta del lugar, haz algo. Descansa, ¿por qué no? -dijo, con un toque de sarcasmo que hizo que Daniel se frunciera aún más el ceño. Pero, a pesar de todo, no tenía más opción que aceptarlo.

Frederick empujó la puerta de su habitación, sin mirar atrás, y con un paso decidido, salió del cuarto sin dar tiempo a más palabras. Pero antes de irse, se detuvo un momento en el umbral, como si algo lo hiciera reflexionar brevemente. Luego, volvió a girarse hacia Daniel, con una última sonrisa, casi burlona, antes de despedirse.

-Nos veremos en unos días. Yo estaré bien, te lo aseguro -dijo, y sin esperar respuesta, se marchó.

Daniel se quedó allí, mirando la puerta cerrarse tras Frederick. Las palabras del príncipe aún resonaban en su mente, pero la preocupación por él no se disipaba. Sin embargo, en su corazón, sabía que no podía evitar que Frederick tomara sus propias decisiones. La realeza siempre había sido así, complicada y caprichosa.

Minutos después, Frederick pasó junto a Scott, el compañero de habitación. Scott, con su maleta al hombro, levantó la vista y saludó a Frederick, quien se despidió con un gesto de cabeza.

-Cuídate, Scott. Nos veremos pronto -dijo, y con una sonrisa, comenzó a caminar por el pasillo, cada paso resonando como una señal de que su vida, aunque llena de lujos y deberes, siempre podría seguir un curso propio. Un curso que, por mucho que intentaran frenarlo, siempre lo llevaría por caminos inesperados.

Frederick y Leonor llegaron al rancho en una tarde dorada, el cielo se teñía de un cálido naranja y los campos que rodeaban la casa de sus padres parecían un mar ondulante de verde oscuro, iluminado suavemente por la luz del atardecer. Frederick se detuvo un momento antes de descender del auto, observando el terreno extenso y la fachada simple pero acogedora de la casa. El aire olía a tierra fresca y madera, y en ese instante, Frederick sintió una extraña paz que contrastaba con el mundo estricto y opulento del que venía.

Cuando ambos salieron del auto, los padres de Leonor ya estaban en el porche, esperándola con los brazos abiertos. Su madre, una mujer de rostro amable y mirada cálida, fue la primera en acercarse y envolver a su hija en un abrazo apretado, mientras que su padre, de semblante serio pero bondadoso, la miraba con orgullo. Después de que los padres de Leonor la saludaran, notaron al joven que los acompañaba. La madre de Leonor lo miró de pies a cabeza, evaluándolo rápidamente con una mezcla de curiosidad y sorpresa, mientras el padre le extendía la mano con un apretón firme, observándolo con una mirada inquisitiva.




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