Frederick despertó temprano, cuando los primeros rayos del sol asomaron por la ventana, iluminando la sencilla habitación de madera en la que descansaba. El aire fresco de la mañana campestre se filtraba por las rendijas, impregnando el ambiente con el aroma a hierba mojada y tierra fértil. Estirándose, Frederick se levantó, sintiendo un renovado vigor, como si la paz y la rusticidad del lugar le brindaran una energía que rara vez experimentaba en su vida cotidiana.
Se puso una camisa y un pantalón cómodos y bajó las escaleras, donde encontró a Luis, el hermano de Leonor, esperándolo junto a la puerta.
-¿Listo para trabajar, príncipe de ciudad? -le dijo Luis con una sonrisa burlona.
Frederick rió, encogiéndose de hombros.
-No tengo otra opción, ¿cierto?
Ambos salieron al campo, y pronto se unieron a los demás trabajadores para guiar las vacas hacia el establo. Sin embargo, una de las vacas no parecía estar dispuesta a cooperar. Frederick intentó rodearla, pero el animal se escapaba hábilmente de cada intento de ser guiada, corriendo en dirección contraria. Luis y Leonor observaban la escena a lo lejos, entretenidos con los esfuerzos de Frederick, quien corría detrás de la vaca en un espectáculo que parecía más una danza de torpeza que un trabajo de campo.
Finalmente, después de varias idas y venidas, Frederick logró guiar a la vaca al establo, exhausto pero satisfecho. Leonor, conteniendo la risa, se acercó y le dio una palmadita en el hombro.
-Nada mal para ser tu primer día en la granja -dijo con una sonrisa divertida.
-Solo espero no tener que correr detrás de más vacas... Nunca imaginé que fueran tan rápidas.
Luis le mostró entonces cómo ordeñar, tarea en la que Frederick tampoco destacó precisamente. A pesar de sus intentos, los chorros de leche no caían en el cubo de forma precisa, y entre risas y bromas, Leonor y Luis le enseñaron pacientemente la técnica. Frederick sentía sus manos torpes y, aunque al principio se sintió algo frustrado, pronto se dio cuenta de que, en lugar de juzgarlo, ellos lo disfrutaban con simpatía.
Cuando terminaron, pasaron junto al garaje, y algo llamó la atención de Frederick: unos pequeños autos cubiertos con mantas. Se detuvo y, curioso, le preguntó a Lucas:
-¿Para qué son esos carritos?
Lucas sonrió y destapó uno de ellos, revelando un vehículo pequeño pero potente.
-Aquí hacemos carreras de vez en cuando -explicó-. Cuando necesitamos un poco de adrenalina, estos carritos nos vienen de maravilla.
Los ojos de Frederick brillaron con emoción, y mientras examinaba uno de los carritos, preguntó:
-¿Y qué tan rápido pueden ir?
-Alcanzan hasta 80 kilómetros por hora -respondió Luis, con una mezcla de orgullo y desafío.
Frederick lo miró, intrigado.
-Podría mejorar eso... con algunos ajustes.
Los hermanos intercambiaron miradas de sorpresa, y Frederick sonrió para sí mismo, pensando en la oportunidad de poner sus conocimientos a prueba. Sin embargo, el sonido de la campana desde la casa los llamó para el almuerzo, y decidieron continuar la charla después.
Ya en el comedor, todos se acomodaron alrededor de la mesa. Los padres de Leonor, Lucas, Luis, ella y Frederick se sentaron en una mesa rústica, donde les esperaba un festín sencillo pero abundante. El aroma del pavo recién horneado llenaba la estancia, y los platos estaban decorados con generosas porciones de verduras y puré de papas. Luis, tomando un trozo de pavo, exclamó:
-Mamá, ¡el pavo está genial!
La madre de Leonor sonrió, complacida, y comenzó a servir las bebidas. Al llegar el turno de Frederick, le ofreció una jarra de leche fresca. Frederick la miró, y después de un momento, dijo:
-Creo que beberé más leche en esta semana que en toda mi vida.
Los demás estallaron en risas, y Frederick se unió a ellos, apreciando el calor y la familiaridad de aquel hogar. A medida que avanzaba la comida, el padre de Leonor, quien había permanecido callado hasta entonces, comenzó a hablar sobre las dificultades de la vida en la granja.
-Trabajamos las veinticuatro horas, todos los días. No hay pausas ni días libres -explicó con un tono serio-. Si no nos esforzamos al máximo, la granja quiebra. A este ritmo, las granjas familiares desaparecen, y eso no solo nos afecta a nosotros. Afecta a todos.
Leonor, notando que el tema se volvía pesado, intentó desviar la conversación.
-Papá, no creo que a Frederick le interese...
Pero Frederick levantó la mano, interrumpiéndola suavemente.
-No te preocupes, Leonor. En realidad, me interesa.
El padre de Leonor lo miró con aprobación y continuó:
-Las grandes empresas deben entender que cuando nosotros, los pequeños productores, perdemos, ellos también pierden. Todo está conectado.
Frederick asintió en silencio, reflexionando sobre las palabras del hombre. En su vida, siempre había visto el negocio desde una perspectiva diferente, y aunque sabía del impacto económico a gran escala, nunca había entendido el nivel humano de aquellos que trabajaban sin descanso para mantener sus tierras y alimentar a los demás.
Luis, quien había estado observando la interacción, aprovechó el momento para lanzar una pregunta inesperada:
-Frederick, ¿qué tienes tú con mi hermana?
Leonor casi dejó caer el tenedor, sus mejillas enrojecieron de inmediato.
-¡Luis, por favor! -exclamó, intentando ocultar su incomodidad.
Pero Luis continuó, sin dejar que la tensión se apoderara de la mesa.
-Vamos, Leonor. Es solo una pregunta. Además, es un buen tipo, ¿no? -dijo, guiñándole un ojo a Frederick.
La madre de Leonor sonrió, como si estuviera de acuerdo con la insinuación de su hijo.
-Sí, parece un buen chico -añadió, lanzando una mirada cómplice a Frederick.
Toda la mesa estalló en risas, mientras Leonor se hundía en su silla, claramente avergonzada. Frederick, sin embargo, disfrutaba de la situación. Miró a Leonor, sintiendo que el ambiente relajado y familiar hacía que todo se complicara aún más.
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Editado: 10.11.2024