A la mañana siguiente, Leonor se levantó temprano, con una mezcla de nervios y entusiasmo. Se vistió con un traje formal, simple, pero elegante, acorde a la ocasión, y acompañó a la reina Letizia y a su prometido Federico a una importante reunión. Al entrar en la sala de conferencias, notó cómo todos se pusieron de pie en señal de respeto y comenzaron a aplaudir, saludando al príncipe.
—Con ustedes, su majestad, el príncipe Federico —anunció uno de los asistentes ceremoniosamente, y Federico avanzó con calma y seguridad.
Desde el fondo de la sala, Letizia y Leonor observaron, atentas. Aunque la reunión comenzó con cortesía, pronto surgieron voces elevadas. Cada uno de los presentes intentaba defender sus propios intereses, y el ambiente se volvía cada vez más tenso. Pero Federico, con una firmeza inesperada, golpeó suavemente la mesa y habló, logrando que todos guardaran silencio.
—¡Basta! —exclamó—. Escuchen, todos debemos dejar de pensar solo en nuestras propias partes. Cuando estuve en Norteamérica, pasé días con la familia de Leonor, y ellos me enseñaron algo invaluable: que una comunidad prospera cuando cada uno depende y apoya al otro. Debemos preocuparnos tanto por el bienestar de la otra parte como del nuestro.
Leonor sintió una oleada de orgullo al oír las palabras de Federico. Miró a Letizia, quien, con una expresión de sorpresa, se llevó la mano al pecho, admirada de ver a su hijo hablar con tanta convicción y sabiduría.
Federico continuó:
—¿Alguno de ustedes sabe lo que es vivir con un salario mínimo? ¿Entender la frustración de ver cómo ese salario, ya de por sí reducido, se desvanece aún más a causa de los impuestos? Yo lo sé. Lo he experimentado —dijo, mirando con determinación a cada uno de los presentes—. Creo que es más devastador ver cómo el trabajo y el sustento de una familia desaparecen de un momento a otro. Lo que nos separa es solo un seis por ciento. Nuestra meta debería ser que los trabajadores reciban más, sin que eso afecte la estabilidad de las empresas. Quizás haya una tercera vía.
El salón quedó en absoluto silencio. Todos los presentes lo miraban asombrados, impresionados por su franqueza y por la profundidad de su análisis. La reina Letizia, quien hasta ese momento se había mostrado reticente a los cambios, bajó la mirada y luego la dirigió hacia Leonor. Había algo en la mirada de su hijo que parecía haber despertado en ella una nueva perspectiva.
Cuando salieron de la reunión, Leonor se retiró a sus habitaciones para una última prueba de su vestido. Margarita, la diseñadora, estaba lista para realizar cualquier ajuste final. Mientras ella alisaba la tela y ajustaba las costuras, Leonor se permitió un momento para expresar su orgullo.
—¿Puedes creer lo que hizo? —le dijo a Margarita, aún emocionada—. Estoy tan orgullosa de él.
Margarita sonrió y le dio un pequeño toque en el hombro, compartiendo su alegría.
En ese instante, Daniel entró en la habitación con su habitual porte formal.
—Señorita Leonor, la reina desea verla —anunció.
Leonor, aún con el vestido puesto, siguió a Daniel por los largos pasillos del castillo hasta llegar a la sala privada de Letizia. Al llegar, la reina le hizo un gesto a Daniel para que se retirara, y este se fue, cerrando la puerta con suavidad.
—Acércate, Leonor —dijo Letizia, con un tono que parecía menos frío de lo habitual.
Leonor obedeció, sintiendo un ligero nerviosismo. La reina la observó con una mezcla de seriedad y algo que, sorprendentemente, parecía gratitud.
—Sé que piensas que no me agradas —comenzó Letizia—. La verdad es que odio los cambios, siempre los he odiado. Y hace dos semanas te veía como una amenaza para nuestra monarquía, como el inicio de su fin.
Leonor la miró, atenta, tratando de descifrar sus palabras.
—Pero ahora, después de ver a Federico, de ver cómo se ha transformado desde que tú estás en su vida… creo que eres lo mejor que nos ha pasado.
Leonor no podía creer lo que estaba oyendo. Apenas si logró murmurar un «gracias», sin saber si debía sonreír o mantener la compostura. Letizia entonces dio un paso hacia ella, con un gesto inesperadamente afectuoso, y continuó:
—Ahora, mi responsabilidad es convertirte en la mejor reina que Dinamarca haya tenido.
Tomándola de la mano, la condujo hacia una puerta doble que, hasta ese momento, Leonor había visto solo de pasada. Al abrirla, se encontró con una habitación imponente, majestuosa y bañada en una luz tenue, donde se guardaban las joyas de la corona.
El lugar era impresionante. El techo abovedado estaba adornado con delicados frescos que narraban antiguas historias de la monarquía danesa. En las paredes, tapices bordados a mano cubrían cada rincón, y vitrinas de cristal reforzado contenían cada una de las piezas de la corona: collares, coronas, tiaras y pendientes, resplandecían bajo una luz cálida que resaltaba cada destello de diamantes, zafiros y esmeraldas. Las joyas parecían casi flotar en el aire, rodeadas por ese ambiente solemne y majestuoso.
Letizia la miró, y con un tono más suave, le preguntó:
—Ahora bien, ¿qué te gustaría llevar al baile de coronación?
Leonor, fascinada, apenas podía decidir. Se acercó lentamente a una vitrina en la que reposaba una tiara fina y delicada, engarzada con pequeñas perlas que le conferían un aire sutil y elegante. Más adelante, había otra con rubíes y esmeraldas en armonía perfecta, que destellaban con un brillo hipnótico.
Después de meditar unos segundos, decidió probarse una tiara que la había cautivado desde el principio: un diseño en oro blanco con incrustaciones de zafiros en un tono azul profundo que recordaba el océano. Era elegante, pero sin resultar recargada, y parecía hecha a medida para ella.
—Creo que esta… esta es perfecta —dijo, y Letizia asintió con aprobación.
La reina, satisfecha, miró a Leonor con una mezcla de orgullo y aceptación. En ese instante, ambas entendieron la trascendencia de aquel momento. Letizia le ofreció una sonrisa tenue.
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Editado: 10.11.2024