El día amaneció solemne y sereno en Copenhague. Las campanas de las iglesias resonaban en todos los rincones de la ciudad, y las calles se llenaban de personas que habían acudido a presenciar la proclamación de su nuevo rey. El palacio brillaba en todo su esplendor, engalanado con banderas y decoraciones, como si el mismo lugar sintiera el peso de la historia que estaba a punto de escribirse. Federico, vestido con el atuendo real, avanzaba con la mirada firme, aunque en el fondo de sus ojos se vislumbraba una tristeza contenida. Los bordados dorados en su vestimenta relucían bajo la luz de los candelabros y de los rayos del sol que se filtraban por los ventanales del salón.
A su alrededor, la nobleza y los dignatarios de diversos países esperaban con respeto y expectación. El ambiente estaba cargado de solemnidad, y cada movimiento parecía calculado y meticuloso. La reina Letizia observaba a su hijo desde un lugar destacado, con una mezcla de orgullo y nostalgia. Sabía que, en este instante, su niño ya no era solo su hijo, sino el hombre en el que debía confiar el futuro de Dinamarca.
El arzobispo, vestido con una túnica majestuosa, se acercó con la corona entre las manos, un símbolo imponente de poder, responsabilidad y sacrificio. Federico se arrodilló ante el altar, en silencio, y bajó la cabeza. En ese momento, el peso de su nuevo rol y la ausencia de Leonor se hicieron más evidentes que nunca. Recordó su risa, sus sueños, y el amor que había compartido con ella. Sin embargo, también entendió que el destino que tenía frente a él era ahora más grande que cualquier deseo personal.
El arzobispo colocó la corona sobre su cabeza con una precisión solemne, mientras murmuraba palabras antiguas que solo los reyes podían comprender. Al levantarse, Federico sintió el peso literal y simbólico de la corona sobre sus hombros, y supo que ahora no era solo un hombre, sino el símbolo de una nación, un protector, una guía.
Cuando el acto culminó, uno de los soldados se dirigió a la multitud y, con voz potente y ceremoniosa, anunció: "Larga vida a nuestro nuevo rey, Federico VI". Los aplausos llenaron el espacio, reverberando por las paredes del palacio y extendiéndose hasta las plazas donde la gente aguardaba. Federico salió al balcón, mirando al pueblo que lo esperaba con fervor, y alzó la mano en señal de saludo. Vestido con la típica vestimenta de la realeza danesa, su figura irradiaba una mezcla de autoridad y vulnerabilidad que lo hacía humano, pero también digno de admiración.
Mientras la multitud aclamaba su nombre, Federico dio un paso al frente y comenzó a hablar. -Hoy somos testigos de un fin y de un principio-, pronunció con voz firme, aunque por dentro sentía que sus palabras resonaban en un vacío que Leonor había dejado. -Y aunque debemos continuar, debemos estar agradecidos de haber podido contar con alguien que nos ha conducido hasta donde nos encontramos hoy-.
Hizo una pausa, inhalando profundamente para no quebrarse. Sabía que Leonor estaba en alguna parte de ese recuerdo, como un eco en su memoria, y que todo lo que era y había logrado, en gran medida, se lo debía a ella. Sintiéndose vulnerable y en paz al mismo tiempo, continuó: -Cuando has recibido tanto amor, cerrar ese capítulo de tu vida y seguir adelante rara vez se consigue sin considerable dolor y tristeza. Pero aunque nuestra pena sea profunda, también debemos recordar que nuestras penas se escamparán… y que el sol volverá a brillar-.
Entre la multitud, en un rincón alejado, Leonor escuchaba cada palabra. Sus ojos se llenaron de lágrimas, una mezcla de nostalgia y tristeza, al comprender que aquellas palabras también eran una despedida. Supo que Federico la extrañaba, que él sentía el mismo vacío, pero que también estaba eligiendo el deber sobre el amor. Con una lágrima deslizándose por su mejilla, se apartó lentamente de la multitud y se adentró en las calles de la ciudad, dejando atrás el palacio y aquel amor imposible.
Leonor tomó un vuelo de regreso a Estados Unidos, su corazón quebrantado, pero en paz con su decisión. Al aterrizar, vio a su padre esperándola, con los brazos abiertos. Al llegar a su lado, él la rodeó en un abrazo fuerte y protector, mientras ella dejaba caer las lágrimas que había contenido por tanto tiempo. En silencio, ambos regresaron al rancho. Al llegar, su madre salió a recibirla con un abrazo que le recordó que no estaba sola y que la vida seguía adelante.
Leonor, llorando, dijo entre sollozos: -Tenía que dejarlo ir… No pudé olvidar todo el sacrificio que he realizado a través de los años, para estudiar medicina-. Su madre, con suavidad, le limpió las lágrimas y le susurró: -El dolor pasará, te lo prometo. El tiempo sanará esta herida-.
Mientras tanto, en el castillo, Daniel entró a la habitación que antes había sido de Leonor y vio una pequeña mariposa posada en el borde de la ventana. La mariposa parecía frágil, pero llena de vida, un recordatorio de la libertad y la belleza de los sueños que Leonor había decidido no abandonar. Con cuidado, Daniel abrió la ventana y dejó que la mariposa emprendiera el vuelo hacia el exterior. Observó cómo se elevaba, libre y liviana, perdiéndose en el cielo, y no pudo evitar pensar que, de alguna manera, esa mariposa simbolizaba a Leonor, quien también había elegido ser libre.
En el salón principal del palacio, Federico miraba el horizonte desde el balcón, sintiendo una paz resignada en su pecho. Sabía que la vida debía continuar, que había elegido su responsabilidad sobre el amor, y que, como rey, no podía permitirse otro camino. Pero en su corazón, el recuerdo de Leonor, de su risa, su valentía y su libertad, se mantendría siempre vivo. Aunque la vida los había separado, Federico entendió que el amor por ella lo había transformado y que, gracias a ella, se había convertido en el rey que Dinamarca necesitaba.
Cinco años habían pasado, y el peso de la corona se reflejaba en cada línea de cansancio en el rostro de Federico. Aquella noche, tras una jornada agotadora, entró en la sala donde sus padres lo esperaban. Apenas se sentó, su mirada delataba un cansancio más profundo que el simple agotamiento físico. La carga de ser rey, de llevar a Dinamarca adelante, de cumplir con todas las expectativas, se hacía cada día más pesada sin tener a su lado a quien realmente amaba.
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Editado: 10.11.2024