Del Revés Sin Merecerlo

2. ¿Por qué el cielo se está volviendo amarillo?

—¿Qué hacemos aquí? Yo quería dormir un rato más...

—Calla, Brooke..., intento ver qué cojones hace mi hermano —la interrumpí, antes de que nos descubriera con sus protestas, apoyada en la losa de una lápida del cementerio del pueblo. ¡Menos mal que aún no habían empezado las nevadas por Galicia!, sino hubiera acabado congelada en pijama. Brooke había sido más lista que yo y se había puesto un conjunto deportivo y el chaleco.

—¡Está bien! —me susurró al oído, tras colocarse en cuclillas detrás mía—. ¿Esa no es Joanna?

—No. Es imposible.

—Mira bien.

—Estoy segura de que no lo es.

—Cierto, es un tío. Tendré que pedir cita para ir a ver a mi querido doctor... —se encogió de hombros. Nunca necesitó ayuda para ser indiferente consigo misma y autoconvencerse de algo.

—Que Cameron sea el nuevo oculista de la zona, no te da permiso para ir cada semana como excusa para decirle que te gustaría que te viera otra cosa y guiñarle un ojo en plan coqueteo.

Mi hermano se alejaba y no me estaba enterando de nada de lo que pasaba a su alrededor.

—Sígueme.

Choqué. De camino a nuestro siguiente escondite no tuve otra cosa que hacer que caer de bruces sobre el barro seco. Unas manos frías, con pequeñas cicatrices en los nudillos en ambas manos, me ayudaron a levantarme. Sus dedos de pianista eran inconfundibles, a pesar de no haber tocado un instrumento en su vida. Al alzar la cabeza su pelo negro largo, hasta un poco por debajo de las orejas, me confirmó su identidad. Con mimo ante mi repentina mudez, comprobó si sangraba por alguna zona de mi cuerpo. Lo vi negar un segundo para sí mismo y las obsidianas, que tenía por ojos, brillaron al suspirar de alivio, y sin apartar sus manos de mis hombros le preguntó a la persona que había detrás de mí:

—¿Que demonios hacéis aquí?

Ah, hogar, dulce hogar. Nada mejor que ir en pijama y que tu querido hermanito te pille persiguiéndolo por un cementerio a las seis de la mañana de un domingo, cuando ni siquiera ha amanecido todavía, y que os dedique tan bellas palabras. ¿Qué será lo siguiente? ¿Darnos flores y una pala para empezar a cavar nuestra propia tumba?

—Jugar al Cluedo —solté sin pensar y giré sobre mis talones para verle la cara a mi amiga y escapar del renovado policía que estaba a punto de nacer en mi hermano.

Sin decirle ni una sola palabra, ella me entendió. El frío se empezaba a intensificar y mis pobres vestimentas otoñales cederían ante su poder. Enseguida logramos salir de aquel siniestro lugar.

—Os llevo —zanjó Spencer, al ver como nos alejábamos sin más explicaciones.

El Land Rover 4×4, cuyo color anunciaba que tiene el alma más púrpura que un muñeco de los Lunnis, estaba aparcado a casi un kilómetro de la entrada del cementerio. ¡Odio andar tanto! Nunca me he llevado demasiado las caminatas largas, porque nunca llevo los zapatos adecuados; seamos sinceros, unas zapatillas con ositos rosas no son lo mejor para salir a la calle. Los asientos del coche eran de color granate, espaciosos e ideales para echar una siestecita reparadora. Éste fue un regalo por aprobar la preparatoria y ser admitido en Yule. Lo dicho, un capullo con suerte. 
El transcurso del viaje fue tranquilo, sin tener en cuenta que Spencer y yo tuvimos un rifirrafe silencioso con la radio: él quería poner Heavy Metal suave, yo preferiría algo más moderado como Bad Romance de Lady Gaga. Fue Brooke quien se levantó del asiento y terminó poniendo Waka Waka de Shakira, según ella la Selección española femenina de fútbol competía en dos semanas en la Copa de la Reina y estaba en nuestra mano ayudar. Acto seguido nos hizo un selfie y colgó en Twitter con el hashtag de «VIVAESPAÑAFEMINISTA». Mi hermano y yo gruñimos al aparcar en paralelo y bajar de esas benditas esponjas, tras desatar nuestros cinturones.

—Ya estamos en casa —anunciamos los tres al unísono.

No hubo respuesta. Me descalcé y corrí a coger el mando de la tele, puse Netflix y no me moví de ahí hasta la hora de la cena. Al mediodía cuando mamá me preguntó sobre mi petición de comida, después de llegar de la inmobiliaria donde trabajaba y sentarse a beber un frío zumo de cereza del frigorífico, le dije que no me aparecía nada y tampoco puso impedimentos, raro en ella porque cada vez que me negaba a comer me soltaba un discurso basado en la imagen de una influencer de Facebook con anemia. ¿Quizás por qué mi cara parecía la pared, por lo blanca que me sentía? ¿Por qué mi madre tenía tanto vicio por esa app rastrera y nada entretenida? Yo soy más de helado y YouTube. En una frase: soy una simple, como ver Dirty Danzing cien veces en un año y decir que odias la película después de llorar con su trama.

—¿Levanta payasa?

—¡Qué! ¿Por qué yo? —pregunté mordaz. ¿Quién se creía para apartarme de la única televisión de la casa y, encima, decirme qué debo hacer mientras comía mis papas fritas de la bolsa de mi regazo?

—Porque sigues llevando ese pijama de los Pitufos —echó a reír, a la vez que su culo de niño pequeño de veintiún años se sentaba en el mismo sofá que ella y con la delicadeza de poner mis piernas sobre su regazo. Te juro que a veces no entiendo a mi hermano, ¿qué le había hecho ese día? Bueno, vale, puede que metiera las narices en sus asuntos pero soy su hermana pequeña. ¿Qué hermanos, que se hayan criado juntos, no sienten interés por lo que haga el otro? En cuanto al pijama... Ni se te ocurra decirme que no te gusta. Son mis dibujos favoritos.




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