Del Rojo Al Carmesí

III

Desperté al día siguiente cuando la mañana estaba a punto de terminar. Una bandeja con jugo y trozos de pastel descansaba sobre el velador junto a una nota de Sara.

“¡Buenos días hermanita!

Espero que comas esto al menos. Trataré de llegar lo más temprano posible para ver cómo estás.

Besos.

Sara”

Suspiré cansada de la excesiva preocupación de mi pequeña hermana. Entendía mejor que nadie que mi estado no era el mejor, pero era el colmo que me tratara como una niña que necesitara atención las veinticuatro horas. No obstante, si había algo que le agradecía con toda el alma, era no haberle dicho a Diana. De haberlo hecho, trataría de drogarme para sacarme de la habitación y llevarme al hospital de la misma forma que intentó hacerlo años atrás.

A decir verdad, mi odio hacia ella no comenzó desde el principio de mi encierro. De hecho, en esos momentos la extrañaba tanto que muchas veces la tentación por salir del cuarto me enfermaba hasta tal punto, que la fiebre siempre aparecía de la nada. Después de todo, no era nada más que una niña de nueve años que extrañaba a su familia: su madre y su hermana dos años menor. En ese tiempo, Diana tenía que dejar a Sara en un jardín infantil por todo el día mientras iba a trabajar para mantenernos como la madre soltera que era. Así, mis días se volvían silenciosos y solitarios.

Jugaba con mis muñecas, veía televisión, leía libros infantiles que tenía en mi estante una y otra vez sin descanso, porque si me desocupaba por unos minutos, mis deseos por salir corriendo a los brazos de mi madre volvían con la fiebre.

Un día fue demasiado intensa la sensación de calor y el dolor de cabeza que perdí la conciencia. Recuerdo haber despertado con el llanto incesante de Diana. Me tomó entre sus brazos y con pesar vi que intentaba sacarme del cuarto. Fue como un balde de agua fría. Mi cuerpo reaccionó de inmediato, sin demora pataleé, grité, lloré tratando de zafarme de su agarre hasta que hube caído al piso. Me alejé de ella con miedo, temblando mientras escuchaba de forma distorsionada sus palabras preocupadas.

Luego de eso, dejó de ir a su trabajo, se quedaba cuidándome. Eso me gustaba, la podía tener todo el tiempo conmigo y jugar todo los días con Sara en mi cuarto, pero fuera de este, seguía sin dar un solo paso. Siempre aparecía su rostro en mis sueños recordándome la promesa que hicimos. Yo sólo tenía que esperar.

La presencia de Diana me comenzó a molestar cuando al hablarle de él sus gestos cambiaban y me mandaba a callar. Fue aún peor cuando personas desconocidas entraban a mi cuarto haciéndome preguntas tras preguntas para terminar diciendo que debía salir. Les explicaba mi razón, nuestra promesa, sin embargo, ellos se burlaban o me trataban como loca por creer en un chico como él. Esas veces les gritaba para que se largasen y les lanzaba los objetos que tenía cerca. Los odiaba.

Por las noches escuchaba a Diana llorar en la sala y Sara se escabullía en mi habitación regalándome la única compañía que necesitaba. Me hubiera preocupado por Diana, pero cada día que pasaba se ganaba con más ahínco mi desprecio.

Era mi madre. ¿¡Por qué no me apoyaba!?

Yo era su hija y, sin embargo, creía más en esos desconocidos que en mí. Mantenía esas ideas burdas de que debía sacarme como fuera de mi cuarto sin tomar en cuenta la importante promesa que hice.

Un par de meses después de que el primer desconocido viniera y al día siguiente de que el último se fuera, Diana entró en mi habitación con un vaso de jugo en su mano. Lo bebí por esos caprichos infantiles de los cuales aún era prisionera por la edad, pero mantenía la manera distante con la que empecé a tratarla. Minutos más tarde, el deseo desesperado de dormir cerraba por su cuenta mis párpados. Intentaba dar pasos a mi cama, mas las piernas no me respondían como debían. Diana me hablaba, me decía que durmiera, y yo, manteniendo la confianza de una hija a su madre, la obedecí.

Pero desperté. Desperté precisamente cuando atravesaba el umbral de la puerta conmigo en brazos.

Me di cuenta de lo que estaba haciendo cuando tan solo faltaban mis pies por cruzar. Me aferré al marco con ellos mismos gritando desesperada que me dejara en paz. La golpeé, le grité y la seguí golpeando con lágrimas empañando mis ojos. Al soltarme al fin, me arrastré por el piso hasta el otro extremo del cuarto que juré nunca abandonar.

¿¡Por qué no lo entendía!? Pensaba una y otra vez.

La veía con su cara contraída, de rodillas movía sus hombros con brusquedad acorde a su respiración, sus cabellos rojizos despeinados, su ropa desordenaba y rasguños que logré hacerle antes de escapar. Sus manos temblaban. Me observaba desde fuera con esos ojos acusadores, desorbitados pensando que había caído en la locura.

No. En ese momento supe que ella no me entendía porque no quería, porque lo que en verdad codiciaba era verlo muerto. Si no, por qué razón se molestaba cuando hablaba de él. Ella lo odiaba, lo detestaba. Ella quería matarlo. Y yo no podía amar a alguien así. No podía sentir cariño por la mujer que ansiaba matarlo.



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En el texto hay: misterio, amor y magia, inferno

Editado: 19.01.2019

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