A pesar de que Halloween estaba a siete días de celebrarse, Emilia ya se encontraba muy estresada por ello. En la escuela, los profesores habían dado ya el anuncio de que, si querían, podrían ir a clase con los disfraces puestos el treinta y uno, lo que significaba que llegado el día el colegio estaría plagado de decoraciones de Halloween.
Cada año era lo mismo: las mismas decoraciones llenaban cada rincón, con murciélagos colgando en las esquinas, esqueletos balanceándose, calabazas iluminadas y velas parpadeantes por doquier. Los disfraces tampoco variaban mucho: vampiros, fantasmas, y zombies. Casi como si todos leyesen el mismo manual.
Sabía que todo aquello era falso, nada más que goma EVA, tela y silicona, dispuestos adrede para que pareciese algo «terrorífico», que en ocasiones resultaba más lindo que otra cosa; sin embargo, a Emilia no le parecía divertido nada de eso, en lo más mínimo.
Ella misma no sabría cómo explicarlo; el simple hecho de saber que ese día llegaría inevitablemente le hacía sentir un escalofrío recorrerle la espalda.
Tumbada en su cama, lista para dormir, esperaba a que su madre le dijese que apagase todo. En esta ocasión, ya tenía todo listo, no obstante…
—¡¡Emilia, ya son las ocho, ve a acostarte!!
—Ya estoy en la cama —replicó con desgano, poniendo en su voz a penas la suficiente fuerza para que su madre pudiera escucharla. Y es que no importaba lo que dijera de todos modos, el ritual debía ser el mismo, con su madre llegando al cuarto, revisando con mirada adusta que realmente estuviese todo tal cual se espera, para luego cerrar la puerta. Una vez hecho, Emilia suspiró, tratando de relajarse. Aguardó hasta escuchar la puerta del cuarto de su madre cerrarse y luego se levantó, salió de la habitación, bajó las escaleras, y allá abajo tomó agua para luego ir al baño.
La rutina era siempre la misma.
Mientras orinaba con la luz del baño a pagada, vio algo por debajo de la puerta, movimiento.
No tuvo el valor de salir del baño hasta que fue muy tarde en la noche, y para entonces, el miedo le había calado tanto en la piel que el simple hecho de enfrentarse a la oscuridad le generó verdadero pavor.
Al final allí no había nada y pudo volver a su cuarto con total seguridad aunque se viera atemorizada.
Nada más que un delirio infantil.