Con la boca abierta y babeando, los ojos entreabiertos, la cabeza echada hacia atrás, encorvada en la silla de una manera dolorosa en la que toda la carga la lleva su espalda torcida, Emilia a duras penas se encuentra consciente.
Todavía en esa situación, en el que su consciencia se encontraba en un estado oscilante entre el estupor y la vigilia, podía aún escuchar como el monstruo se hallaba cerca.
Se trataba del segundo día al que no podía ir a clases, porque sencillamente su cuerpo estaba demasiado cansado como para caminar aquel trayecto. De todos modos, llevaba el uniforme, porque su madre ignorando el estado de su hija, la había alistado corriendo para que fuera a clases. Si ya no tenía fiebre, podría ir, al menos así pensaba.
Tirada sobre la silla del comedor, temblando, respirando pesadamente, sintiendo como se desvanecía poco a poco, Emilia comenzó a alucinar.
¿Qué era real y qué no? Una gran pregunta que no se atreve a responder, dado que todo es irreal, y sin embargo puede verlo ahí delante de ella.
Las sombras le hablan, su padre le abraza, debajo del agua casi toca un atún, los girasoles son hermosos vistos desde dentro.
En algún punto recorrió el tramo suficiente hasta su cama, y entonces miró las almohadas, las sábanas mal tendidas, los peluches regados por todos lados. Y, realmente, le pareció cómodo.
Ni siquiera recuerda si se acomodó apropiadamente o si se cayó de bruces a la cama, lo único que importa es que la consciencia se le desvanece, siente los músculos relajándose, su mente se olvida del halloween, su cabeza se deshace de su delirio infantil.