Nacía el sol al este de la cordillera de los Andes, cuando el terrorífico silbido de la muerte del Sukhoi desgarró el cielo, al tiempo que lenguas de fuego descendían del desde lo alto. Los radares no pudieron hacer nada para detectarlo correctamente; el sistema de guerra electrónica del Sukhoi, los había neutralizado. Las explosiones iban en cascada.
Destruyó todo en menos de cinco minutos, nada pudo hacerse. No había aeronave que pudiera hacerle frente. Zohe sabía que muchas personas inocentes morían con cada descarga del bombardeo, pero así era la guerra, a eso llevaba la ambición, egoísmo y ego humano.
“Destruye antes de que seas destruida, haz polvo sus huesos, que no quede nada”, le dijo su padre hace mucho tiempo. Aun así, este esperó hasta la última instancia para usar la aeronave rusa, porque pese a la fama de hombre inhumano que tenía su padre, su propósito siempre había sido preservar la vida, cuidar ese recurso tan valioso como era el agua y a todos los que tenía a su cargo. Era una pena, que el pueblo zuliano, no lo entendiera y se hubieran alzado en su contra.
—Todo está perdido, todo.
—No todo, tu hermano aún vive.
El hombre cayó de rodillas en medio de los escombros humeantes.
—¿Y qué esperas que haga? —preguntó tomándose mechones del rubio cabello, como si quisiera desprenderlo de su cráneo.
—Sálvalo, por tu padre, por tu madre, por tu tierra. Eres un hijo ilegitimo, así que no preservarás el legado de los Martínez.
Esas palabras lo atravesaron como una espada.
Pese a su desconsuelo y dolor, era un hombre, y los hombres cumplen con su deber. Aunque el precio a pagar fuera su propia vida.
Se puso de pie, sus brillantes ojos verdes mirando al cielo.
—Lo haré. Llama a lo que queda del gabinete.
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Editado: 28.07.2025