Demasiado Torpe Para Enamorarme

Capítulo 1

“Hay silencios que hablan más que cualquier promesa.”
— Anónimo

La madrugada entró a mi cuarto como un susurro de café y madera húmeda. En la finca, el día no pide permiso: los gallos ensayan su ópera, el río tose piedras río abajo, y las guayabas, testarudas, insisten en perfumarlo todo. Abrí la ventana y el aire frío me pellizcó las mejillas. Pensé en cerrar de nuevo, pero entonces escuché el ruido familiar de un motor cansado deteniéndose frente a la casa.

Thomas.

Y, con él, Dayron.

Mi estómago hizo una voltereta olímpica sin entrenador. No es que no los viera seguido; es que cada vez que Dayron cruzaba la reja de madera, el mundo se acomodaba dos milímetros más cerca de donde quería estar… y yo, al contrario, perdía el equilibrio como si caminara sobre cáscaras de mandarina.

—¡Danna! —gritó mamá desde la cocina—. ¿Bajas a poner la mesa?

—¡Ya voy! —respondí, con una voz que sonó mucho más normal de lo que me sentía.

Me puse el buzo más decente que encontré, me hice una coleta que, con suerte, disimulaba el frizz rebelde, y bajé las escaleras procurando no tropezar con el mismo peldaño de siempre. (Tropecé. Me recuperé con la dignidad de una cabra joven. Nadie vio. Creo).

La cocina estaba despierta desde antes que todos: el fogón de leña respiraba lento, las arepas inflaban su orgullo y la olla de chocolate se quejaba contenta. Mamá había puesto flores silvestres en una botella de vidrio; decía que la mesa también come bonito. Yo acomodé los platos, conté las tazas (siempre falta una) y, cuando abrí la alacena por servilletas… algo se deslizó.

Un cerro de cuadernos viejos decidió suicidarse sobre mis pies.

—Perfecto… —murmuré, mientras los recogía a toda prisa—. Hoy tampoco serás elegante, Danna, pero al menos intenta ser funcional.

La puerta principal se abrió. Voces, risas, botas que sacudían polvo. Thomas entró primero, con ese pelo indomable que le heredó al viento de esta tierra.

—¡Reportándome, general! —cantó, y fue directo a abrazar a mamá.

Yo asomé la cabeza desde la cocina intentando parecer casual. Y entonces, Dayron.

El marco de la puerta hizo su mejor trabajo de cine: lo recortó en luz de mañana. Camiseta clara, chaqueta sobre el hombro, esa sonrisa a medio camino entre “todo está bien” y “no vine a romperle el corazón a nadie, lo juro”. Levantó la mano para saludarme desde lejos, como si no supiera que tres neuronas mías acaban de chocar entre sí.

—Buenos días, Danna —dijo, cercano, cuando por fin cruzó la cocina.

—Buenos —respondí, y luego añadí, porque mi boca a veces juega en mi contra—: días… o sea, sí. Buenos… días. Para todos los días, quiero decir.

Thomas me lanzó una mirada de hermano mayor certificado: “cálmate”. Dayron sonrió como si yo hubiera dicho algo gracioso a propósito.

—¿Ayudo en algo? —preguntó él, dejando un morral en la banca.

—Puedes llevar estas arepas a la mesa —dijo mamá—. Y, Danna, sirve el chocolate, por favor.

El plan era sencillo. Servir chocolate no es cirugía a corazón abierto. Cogí la jarra, la incliné con delicadeza… y un hilo rebelde se escapó por el lado, directo a mi muñeca. Me quemé apenas, pero solté un “¡ay!” que rebotó en las paredes.

—¿Te quemaste? —Dayron ya estaba a mi lado con una servilleta.

—No, es… calor emocional —bromeé, soplándome la piel—. El chocolate me quiere demasiado.

Él rió bajito y, con una naturalidad que me desarmó, me limpió la gota de chocolate antes de que cayera a mi buzo. Su mano rozó mi muñeca. Mi pulso marcó un vallenato torpe.

—Listo —dijo—. Salvado el buzo.

—Gracias —alcancé, intentando recordar cómo se respira.

Nos sentamos. Thomas narró algo de la carretera, mamá preguntó por el instituto, y yo repartí panes mientras fingía que el cuchillo no temblaba. Dayron comió con gusto, como si cada bocado fuera un “estoy de vuelta”. Por un segundo, todo estuvo… simple. Cálido. Como si la casa suspirara.

—¿Y hoy qué planes? —preguntó Thomas, con la boca medio llena.

—Yo… estudio —dije, levantando un cuaderno como escudo—. Dibujo técnico, me queda una práctica.

—Danna es buena con el compás —metió mamá, orgullosa.

—Me encantaría verlo —dijo Dayron, mirándome un instante de más.

Mi cerebro, gran profesional, apagó y encendió luces: alerta, oportunidad, pánico, ilusión. Sonreí con un “claro” que salió más suave de lo que esperaba.

Terminamos el desayuno entre chistes y migas. Cuando me levanté para llevar los platos, una servilleta quedó pegada a mi buzo. Caminé tres pasos con ella ondeando como bandera blanca.

—Ce… ce… —Thomas carraspeó, señalándome discretamente.

Me la quité con una gracia inexistente y reí, porque a veces lo único que te salva es reírte primero de ti. Dayron negó con la cabeza, divertido; no con burla, sino con esa ternura que me desarma siempre.

Afuera, el sol empezaba a desdoblar el día. Los naranjos vibraban de pájaros. El río, medio oculto, olía a piedra lavada. Tomé aire. Parte de mí quería esconderse en mi cuarto y practicar sonrisas frente al espejo; otra parte quería decirle a Dayron que se quedara un rato más en la cocina, que mirara mis dibujos, que… que no se fuera tan rápido de mi mañana.

—Voy a ordenar mis cosas —anuncié, agarrando el cuaderno correcto esta vez—. Luego… si quieres, te muestro lo que estoy haciendo.

—Voy —dijo él, sin pensarlo, como quien dice “sí” a algo que tenía ganas de hacer desde antes de que se lo pidieran.

Subí las escaleras con el corazón adelantado a mis pasos. Afuera, un gallo cantó tarde, como si me estuviera dando la razón: el día apenas empezaba, y yo también. En mi mesa, abrí el estuche, saqué el compás, el lápiz bien afilado, la escuadra… y me miré un segundo en el espejo.

“Esta vez, Danna”, me dije en silencio, “esta vez no te escondas”.

Toqué la tapa del cuaderno. La casa crujió suave. Alguien —no supe si Thomas o Dayron— rió en la sala. Y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que el dibujo más difícil no era una figura geométrica: era tener el valor de trazar una línea nueva y ver hacia dónde me llevaba.




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