El día había pasado más rápido de lo que esperaba. Entre las risas, los tropiezos y el caos de la finca, llegué a mi cuarto con la sensación de que algo dentro de mí estaba cambiando. Tal vez era el simple hecho de tener a Dayron de nuevo tan cerca, o quizá la manera en que sus palabras parecían quedarse rondando en mi cabeza.
Me dejé caer en la cama con un suspiro largo, abrazando la almohada como si pudiera servirme de escudo contra mis propios pensamientos. Cerré los ojos, y sin darme cuenta, la memoria me arrastró hacia atrás, a un recuerdo guardado en algún rincón de mi infancia.
Tenía diez años y esa noche el miedo me había vencido. Papá había salido tarde rumbo al pueblo, y yo, como siempre, me quedé imaginando los peores escenarios: un accidente en la carretera, una tormenta repentina, cualquier cosa que lo alejara para siempre. La finca estaba demasiado silenciosa, y yo escapé de la casa con lágrimas en los ojos.
Me senté sobre una piedra grande junto al río. El agua corría con fuerza, y yo temblaba más de angustia que de frío. Sentía que el mundo era enorme y yo apenas un puntito en medio de toda esa oscuridad.
—¿Danna? —escuché la voz de Dayron, suave, como si no quisiera asustarme.
Levanté la vista y lo vi aparecer entre los árboles. No era mucho mayor que yo, apenas un par de años, pero esa noche parecía tener toda la seguridad del mundo. Se sentó a mi lado sin decir nada al principio, solo se quedó conmigo.
—No quiero estar sola —le confesé, con la voz quebrada.
Él levantó la mirada hacia el cielo, que estaba iluminado por una luna enorme.
—Mira —me dijo, señalando hacia arriba—. ¿La ves? La luna nunca nos deja. Aunque parezca que el mundo se oscurece, siempre hay algo que brilla.
Lo miré, tratando de entender.
—Entonces, cuando papá no está… ¿la luna es como él?
Dayron sonrió, con esa tranquilidad que siempre lo caracterizaba.
—Exacto. Cuando tengas miedo, solo recuerda eso: no estás sola.
No dijo nada más, pero me abrazó fuerte, y en ese momento sentí que las lágrimas se secaban poco a poco. Desde entonces, cada vez que veía la luna llena, me acordaba de esa noche.
Abrí los ojos de golpe, volviendo al presente. La habitación estaba en penumbras, apenas iluminada por el reflejo plateado que entraba por la ventana. Me levanté y me acerqué a mirar: ahí estaba otra vez, redonda y brillante, como si hubiera venido a recordarme esa promesa silenciosa.
Y me descubrí sonriendo. Porque aunque Dayron ya no era aquel niño que me consolaba junto al río, algo en él seguía teniendo el mismo efecto: hacerme sentir menos sola.
El resplandor de la luna se colaba por las rendijas de la ventana, dibujando sombras alargadas sobre el suelo de madera. Me quedé un rato observándola, con el corazón todavía latiendo fuerte por aquel recuerdo de la infancia. Tenía la sensación de que, si me quedaba más tiempo quieta, iba a explotar. Así que me puse una chaqueta ligera, abrí la puerta de puntillas y bajé las escaleras, intentando no hacer ruido.
El pasillo de la finca era un laberinto de crujidos. Cada tabla parecía quejarse con mi peso, como si conspirara para delatarme. Crucé la sala en silencio y abrí la puerta que daba al patio. El aire fresco de la noche me recibió con un golpe directo al pecho.
Avancé hasta el árbol de naranjas, el mismo que había sido escenario de tantas travesuras, y me senté en la raíz que sobresalía de la tierra. Desde allí se veía el cielo despejado, lleno de estrellas que parecían susurrar secretos.
—No puedes dormir, ¿verdad?
La voz me sobresaltó. Giré la cabeza y lo vi: Dayron, apoyado en la baranda de madera del porche, con los brazos cruzados y esa calma que me sacaba de quicio porque yo jamás podía imitarla.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, aunque la respuesta era obvia.
—Lo mismo que tú. —Se encogió de hombros y caminó hacia mí—. A veces el sueño se esconde, y hay que esperarlo afuera.
Se sentó a mi lado, tan natural como si siempre lo hubiéramos hecho. Por un momento ninguno habló; el silencio se llenaba solo con el canto lejano de los grillos y el murmullo del río.
—¿Recuerdas aquella noche en que te encontré llorando junto al río? —preguntó de repente.
Mi respiración se detuvo un segundo. ¿Él también lo recordaba?
—Sí… claro que lo recuerdo —respondí, bajando la mirada hacia mis manos.
—No sé por qué, pero siempre que veo la luna me acuerdo de eso —confesó, mirando hacia arriba.
Lo observé de reojo. Sus facciones estaban suavizadas por la luz plateada, y por un instante me pareció ver al mismo niño que me había abrazado años atrás.
—Tú me dijiste que nunca estaría sola —dije en voz baja—. Y desde entonces, cada vez que la veo, me acuerdo.
Él sonrió, esa sonrisa tranquila que parecía guardar todas las respuestas que yo nunca encontraba.
—Me alegra no haberme equivocado.
El silencio volvió, pero no era incómodo. Sentía mi corazón acelerarse, como si esperara algo más, algo que no me atrevía a nombrar. Quise decir tantas cosas, pero lo único que logré fue arrastrar una ramita por la tierra, dibujando líneas sin sentido.
Dayron se inclinó un poco hacia mí.
—¿Sabes qué pienso a veces? —dijo, con voz baja, como si no quisiera que nadie más lo escuchara—. Que crecer no es tan difícil cuando tienes a alguien con quien compartirlo.
Me mordí el labio, intentando procesar esas palabras. ¿Era solo una reflexión cualquiera o había algo escondido detrás? Mi pecho ardía con preguntas que no me atreví a soltar.
Al final, me limité a responder con un susurro:
—Yo también lo creo.
Nos quedamos así un rato más, bajo la luna, compartiendo un silencio que decía más que cualquier conversación. Y aunque no pasó nada más, sentí que esa noche había marcado un antes y un después. Porque ya no era solo el recuerdo de una promesa infantil: era el inicio de algo que me daba miedo y emoción al mismo tiempo.
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Editado: 23.09.2025