Demasiado Torpe Para Enamorarme

Capítulo 3

El fin de semana había convertido la finca en un hervidero de ruido y movimiento. El gallinero alborotado, Samuel gritando desde el corral que una gallina lo había picoteado, Sofía corriendo tras él con una ramita como si fuera su espada, y Thomas lanzando órdenes como si de verdad fuera el dueño de todo aquello. Mamá, por supuesto, supervisaba desde la cocina, más pendiente de que nadie destrozara los cultivos que de las payasadas de los muchachos.

Yo observaba todo desde el balcón, con mi cuaderno de dibujo abierto sobre las rodillas. No podía concentrarme en las líneas, no con tanto caos. Pero la verdad es que tampoco era solo el caos lo que me distraía: era la presencia de Dayron.

Estaba junto a Thomas, ayudándolo a cargar unos bultos de naranjas. La facilidad con que se movía en la finca, como si también le perteneciera, me desconcertaba y me hacía sonreír al mismo tiempo. Lo vi reír con Thomas y de inmediato sentí ese tirón en el pecho que cada vez me resultaba más difícil de ignorar.

—¿Piensas quedarte ahí mirándolo hasta que se acabe el día? —la voz de Sofía me sacó del trance. Había aparecido a mi lado como si fuera un fantasma con uniforme escolar.

—¡No estaba mirándolo! —me defendí, cerrando el cuaderno de golpe.

—Claro… y yo no veo que tengas los cachetes rojos como tomates —contestó con sarcasmo, apoyando los codos en la baranda.

Quise replicar, pero en ese momento Samuel gritó:

—¡Carrera de sacos en diez minutos! ¡El que pierda lava los platos del almuerzo!

El anuncio fue suficiente para que todos dejaran lo que estaban haciendo. Sofía y yo bajamos corriendo al patio, donde Thomas ya inflaba dos costales de yute como si fueran globos. Dayron se unió con una sonrisa traviesa.

—¿Y tú qué? —me retó Samuel, señalándome con el dedo—. ¿Vas a competir o te da miedo?

—¡Claro que voy a competir! —respondí, más por orgullo que por ganas.

—Entonces te toca contra Dayron —sentenció Thomas, dándome un costal y guiñándome un ojo.

Sentí que las piernas me temblaban, pero no podía echarme atrás. Me coloqué dentro del saco y me acomodé en la línea de salida junto a Dayron.

—No te preocupes, seré compasivo —bromeó él, inclinándose hacia mí.

—No necesito tu compasión —repliqué, aunque mi voz sonó más nerviosa de lo que quería.

Thomas levantó la mano, Samuel hizo de juez, y Sofía se encargó de dar la señal.

—¡A la una… a las dos… y a las tres!

El patio se llenó de gritos, risas y polvo. Salté con todas mis fuerzas, pero a los dos pasos ya había perdido el equilibrio. Dayron avanzaba firme, casi sin esfuerzo, mientras yo parecía una rana descoordinada. Cuando intenté alcanzarlo, el saco se atoró en una piedra y terminé rodando por el suelo con un grito que hizo que todos estallaran en carcajadas.

—¡Danna! —gritó Sofía, riendo tanto que apenas podía hablar—. ¡Parecías un costal con patas!

Me levanté sacudiéndome la tierra, roja de vergüenza. Dayron ya había llegado a la meta, pero en lugar de celebrar su victoria, vino directo hacia mí.

—¿Estás bien? —preguntó, ofreciéndome la mano para ayudarme a levantar.

La tomé, y en ese instante mi corazón decidió olvidarse de su ritmo normal. Sus dedos, firmes y cálidos, me sostuvieron con más delicadeza de la que esperaba.

—Sí, estoy bien… creo —balbuceé, intentando sonar graciosa.

—Bueno, al menos caes con estilo —respondió él, riendo suavemente.

La risa compartida disipó la vergüenza, pero dejó en mí algo mucho más complicado: esa certeza de que cada vez era más difícil esconder lo que sentía.

Y, mientras Thomas declaraba a Dayron como ganador y Samuel me gritaba que me preparara para lavar platos, yo no podía dejar de pensar en lo inevitable: tarde o temprano, algo iba a romper el frágil equilibrio de este juego.

Samuel exigió revancha inmediata, pero Thomas decretó un “receso estratégico” para evitar que el patio terminara convertido en hospital campestre. Mamá asomó la cabeza desde la cocina para recordarnos que a la una había almuerzo, que nadie llegara embarrado y que el que manchara la ropa con jugo quedaba a cargo de la lavadora. Fue la señal perfecta para que Sofía propusiera algo que sonó inocente… y no lo era.

—Vamos al naranjal —dijo, sonriendo con ese brillo que siempre anuncia caos—. Llenamos dos canastos y hacemos jugo antes del almuerzo.

Thomas aceptó porque pensó en jugo frío, Samuel porque pensó en comer en el camino, Dayron porque a todo le decía que sí con esa calma que me desarma, y yo porque prefería perderme entre árboles antes que volver a pensar en mi caída épica frente a él. Caminamos por el sendero de tierra, con el sol filtrándose en parches sobre nuestras cabezas. Las hojas del naranjal susurraban, y el aire tenía ese olor dulce que solo aparece cuando la fruta está en su punto.

—Recoger y no jugar —advirtió Thomas, señalándonos con el dedo como si fuéramos un escuadrón de niños peligrosos.

—Sí, capitán —cantó Samuel, que fue el primero en llenar medio canasto… de naranjas verdes.

—¡Esas no! —le dije, riéndome mientras se las cambiaba por otras más pesadas, brillantes, con la piel apenas rugosa.

Dayron trabajaba concentrado, cortando el tallo justo donde debía, revisando el peso en la mano antes de soltar cada fruta en el canasto. Lo hacía ver fácil, como todo. Sofía, en cambio, no tardó en convertir el ejercicio en competencia.

—El que más llene su canasto, manda en la cocina —propuso.

—Acepto —respondió Dayron, mirándome de reojo—. Danna, equipo conmigo.

Y ya está: dos palabras y mi cerebro dejó de coordinar dedos con tijeras. Caminamos en paralelo por la hilera, y de vez en cuando nuestras manos rozaban la misma naranja. Yo retiraba la mía de inmediato, para no parecer desesperada; él reía sin burlarse, como si entendiera mi torpeza y la celebrara en silencio.

—A la cuenta de tres, lanzan una al canasto desde aquí —gritó Samuel desde el otro extremo de la hilera, iniciando un mini concurso espontáneo—. Uno… dos…




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