El lunes amaneció más pesado de lo normal. Tal vez porque después del fin de semana en la finca, el instituto parecía un lugar sin color. Las paredes blancas y los pasillos llenos de murmullos no podían competir con el olor a tierra húmeda, el sonido del río o las risas en medio de las naranjas.
Me bajé del carro con el uniforme perfectamente planchado (gracias a mamá), pero con la torpeza de siempre: el bolso mal cerrado, los cuadernos a punto de salirse y una media que ya estaba torcida. Sofía caminaba a mi lado, contándome emocionada un chisme nuevo sobre un profesor que se había confundido de clase, mientras Thomas iba adelante con Samuel discutiendo sobre quién era mejor arquero en el fútbol colombiano.
Y ahí estaba él. Dayron. Apoyado en la baranda de la entrada, hablando con dos compañeros de su curso, la risa fácil, el gesto relajado. Como si el mundo entero girara para verlo y él ni siquiera lo notara.
—Ahí está tu perdición con patas —murmuró Sofía, clavando el codo en mis costillas.
—¡Cállate! —susurré, apretando los dientes.
Él levantó la mirada justo en ese momento, y nuestras miradas se cruzaron. Fue apenas un segundo, pero suficiente para que me olvidara de respirar. Sofía me empujó hacia adelante, como si quisiera acelerar la tragedia.
—Buenos días —me dijo Dayron, con esa calma que me desarmaba.
—B-buenos días —respondí, tropezando con mis propias palabras.
—¿Lista para sobrevivir a la semana? —añadió, con una sonrisa que parecía una provocación.
—Más o menos —logré decir, con una risa nerviosa.
Sofía me miraba con cara de “patética pero adorable”, y Thomas nos interrumpió de inmediato, tirándome de la mochila.
—Apúrate, Danna. Vas a llegar tarde a dibujo técnico.
Quise gritarle que me diera un minuto, pero Sofía me tomó del brazo y me arrastró al pasillo antes de que pudiera contestar.
—Te lo juro, Danna —dijo apenas estuvimos solas—, si no aprovechas esas oportunidades, voy a terminar confesándole yo por ti.
—¡Ni se te ocurra! —respondí, con los ojos abiertos como platos.
—Entonces empieza a hacer algo más que tartamudear —replicó, con esa seguridad que a mí me faltaba.
Suspiré, sabiendo que tenía razón, pero incapaz de imaginarme un escenario en el que no terminara haciendo el ridículo.
Cuando llegamos al aula de dibujo técnico, ya estaba Valeria sentada, como siempre, con sus materiales perfectamente organizados. Levantó la vista y me saludó con una sonrisa amable.
—¡Danna! Ven, te guardé puesto.
Me senté a su lado, todavía con la mente revuelta por el encuentro en la entrada.
—Hoy vamos a trabajar en perspectiva —anunció el profesor, repartiendo láminas de papel—. Quiero ver precisión, no garabatos.
Tragué saliva. La precisión nunca había sido mi fuerte.
Valeria me mostró su hoja y me explicó pacientemente cómo empezar. Yo la escuchaba, pero mi atención iba y venía, atrapada entre sus palabras y la imagen de Dayron todavía rondando en mi cabeza.
Y entonces me asaltó un pensamiento incómodo: ¿y si Valeria también lo veía como yo lo veía?
El aula estaba en silencio, apenas roto por el sonido de los lápices raspando sobre el papel. El profesor caminaba entre las mesas, observando con esa mirada que hacía sudar a cualquiera, y yo trataba desesperadamente de que mis líneas no parecieran hechas por un niño de cinco años con fiebre.
—Mira, hazlo así —dijo Valeria, inclinándose sobre mi mesa. Sus dedos se movían con seguridad mientras me mostraba cómo marcar los puntos de fuga—. No tienes que forzar la mano, deja que el trazo fluya.
Asentí, aunque lo único que podía pensar era en lo cerca que estaba su rostro del mío. Ella sonreía con amabilidad, sin darse cuenta de que cada gesto suyo despertaba en mí una inseguridad distinta.
—Tienes talento —añadió, observando mi intento de línea recta—. Solo necesitas más confianza.
—Sí, confianza… —repetí, aunque por dentro pensaba: ¿cómo voy a tener confianza si ni siquiera puedo hablar con Dayron sin enredarme?
Valeria siguió trabajando, tranquila, con trazos tan perfectos que parecían sacados de una regla invisible. Yo me obligué a concentrarme, pero cada tanto mis ojos se desviaban hacia la ventana, donde veía a Dayron cruzar el patio con Thomas y Samuel. Reían de algo que no alcanzaba a escuchar, y esa imagen bastaba para que mi línea, otra vez, terminara torcida.
—¡Ay, no! —me quejé, borrando por tercera vez el mismo trazo.
—Tranquila, no es el fin del mundo —me dijo Valeria, con esa calma que me sacaba de quicio.
El profesor se acercó justo entonces y tomó mi hoja. La observó un momento y luego arqueó una ceja.
—Perspectiva torcida —sentenció—. Trabaje más despacio, señorita.
—Lo intentaré —respondí, queriendo desaparecer bajo la mesa.
Cuando el profesor se alejó, Valeria rió suavemente.
—No te preocupes, él siempre es así. La primera vez que me corrigió pensé que iba a llorar.
—¿Y lo superaste? —pregunté, sorprendida.
—Claro —respondió, encogiéndose de hombros—. Con práctica todo mejora.
La manera en que hablaba, tan segura de sí misma, me hacía sentir diminuta. Y lo peor era que no lo hacía con mala intención. Era sincera, auténtica… y eso me hacía verla como una rival mucho más peligrosa.
La clase terminó al fin, y mientras recogíamos nuestras cosas, Valeria me miró con curiosidad.
—Oye, ¿quieres que practiquemos juntas después? Podrías venir a mi casa o… invitar a alguien más.
—¿Alguien más? —pregunté, con un nudo en la garganta.
—Sí, Dayron, por ejemplo. Sé que es buenísimo en matemáticas, seguro entiende la lógica de las perspectivas.
Sentí que la sangre me abandonaba la cara.
—Eh… no sé, tendría que ver —respondí, guardando mis lápices a toda prisa.
Valeria sonrió, sin notar mi incomodidad.
—Piénsalo. No tiene que ser hoy.
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Editado: 23.09.2025