El día amaneció como cualquier otro, pero para mí no era uno más. Tenía la sensación de que todo estaba en juego: mi dignidad, mi reputación académica y, sobre todo, mi capacidad de no convertirme en un completo desastre frente a Dayron. No es que fuera la primera vez que venía a la casa, claro que no. Era prácticamente parte del inventario de la finca, un recuerdo que siempre estaba ahí, como los viejos árboles de café que papá juraba que tenían más años que yo. Pero una cosa era que apareciera de improviso a tomar café con Thomas, y otra muy distinta era que viniera oficialmente… a estudiar conmigo.
El simple hecho me revolvía el estómago. Así que me lancé a preparar el escenario perfecto.
La mesa de la sala se convirtió en mi campo de batalla. Pasé un trapo una y otra vez, hasta que quedó tan brillante que podía ver mi reflejo. Coloqué los cuadernos en torres rectas, alineadas como soldados. Organicé los marcadores en fila, de menor a mayor, como si ese orden mágico pudiera impedir que yo me derrumbara en cuanto Dayron me mirara.
—Relájate, Danna —dijo Sofía, que ya había llegado y me observaba recostada en la puerta, con las manos en los bolsillos y la típica sonrisita de quien disfruta viendo arder el mundo.
—Estoy relajada —respondí, justo cuando el trapo se me resbaló y casi tiro la jarra de limonada que había preparado con un cuidado quirúrgico.
—Claro, se nota —rió Sofía—. Tienes cara de estar a punto de presentar tu tesis doctoral.
Yo resoplé y me metí a la cocina, decidida a terminar lo único que podía salvarme: las galletas. Sí, porque si todo salía mal, al menos podrían recordar que tenían buen sabor.
Pero el horno tenía otros planes. El olor dulce pronto se transformó en un tufillo sospechoso. Cuando abrí la puerta, una nube de humo me golpeó en la cara. Las galletas, que en mi cabeza debían ser doradas y perfectas, parecían pequeños meteoritos recién caídos del espacio.
—¡Oh, no! —grité, agitando un paño para disipar el humo.
Sofía entró y se dobló de la risa. —¿Esto es parte del plan de sabotaje? Porque, amiga, funcionó.
—No están tan mal —dije, recogiendo una con cuidado. Se deshizo en mis dedos.
—Claro, seguro Dayron las va a amar: “croquetas de carbón con aroma a vainilla”.
Le lancé la galleta destruida, pero ella la esquivó con maestría.
El timbre sonó en ese preciso momento, y mi corazón dio un salto mortal. Sofía me miró con una ceja arqueada.
—Ya empezó la función —murmuró, corriendo a abrir.
El primero en entrar fue Samuel, con su habitual energía caótica. Traía una mochila medio abierta de la que asomaban bolsas de maní, un par de refrescos y, por alguna razón misteriosa, un limón arrugado.
—¡Llegaron los snacks científicos! —anunció, levantando las manos como si hubiera descubierto una vacuna.
Detrás de él apareció Thomas, con la seriedad de siempre y un termo de café en la mano.
—Solo vengo a asegurarme de que esto no se convierta en una fiesta —dijo, aunque sus ojos brillaban como si disfrutara de anticipar el caos.
Y entonces lo vi. Dayron.
Entró con la misma tranquilidad de siempre, saludando con una sonrisa que parecía no tener prisa, como si nada en el mundo pudiera afectarlo. Traía la mochila colgada en un hombro y el cabello un poco revuelto, detalle insignificante para cualquiera… excepto para mí, que lo sentí como una puñalada de ternura.
—Hola —dijo, mirándome directo.
No pude responder de inmediato. Mi cerebro se convirtió en puré.
—H-hola —balbuceé al fin, sintiéndome más torpe que nunca.
Él avanzó hacia la mesa y dejó su mochila con calma. Yo traté de disimular, pero el olor a humo seguía flotando en la casa como un recuerdo de mi fracaso. Dayron se inclinó un poco hacia la bandeja de galletas negras.
—¿Y esto? —preguntó, divertido.
—Son galletas experimentales —respondí, intentando sonar segura.
Samuel agarró una y le dio una mordida teatral. Tosió como si se estuviera ahogando. —Definitivamente… son experimentales.
Todos rieron. Yo quise desaparecer bajo el piso. Pero Dayron, en vez de unirse a la burla, tomó una de las menos carbonizadas, la partió en dos y la probó con calma.
—No están tan mal —dijo, con esa voz tranquila que me revolvía el alma.
Lo miré incrédula. —¿En serio?
—En serio. —Y me guiñó un ojo, como si compartiera conmigo un secreto.
En ese instante, aunque mi cara ardía de vergüenza, sentí que no importaban las galletas arruinadas ni el humo en la cocina. Importaba que él estaba ahí, y que de alguna manera había convertido mi desastre en algo soportable.
La tarde apenas empezaba, y yo ya sabía que no iba a sobrevivir cuerda a este grupo de estudio.
El humo de la cocina se disipaba lentamente, pero la risa de Samuel todavía resonaba en mi cabeza. Yo intentaba aparentar serenidad mientras ponía la jarra de limonada en el centro de la mesa, aunque mis manos temblaban como si estuviera cargando dinamita. Sofía, siempre observadora, me miró con esa sonrisa que quería decir “te tengo calada”, pero por suerte no dijo nada… todavía.
Dayron, en cambio, parecía completamente ajeno al caos. Se sentó frente a mí, abrió su cuaderno con calma y sacó un bolígrafo como si estudiar fuera tan natural como respirar. Esa tranquilidad suya era irritante y, al mismo tiempo, lo que me mantenía cuerda.
—Bueno —dijo Thomas, en tono solemne, como si estuviera dirigiendo un ritual—. Si estamos aquí, hagamos esto en serio.
—¡Sí, capitán! —respondió Samuel, levantando la mano y saludando como un soldado.
Thomas lo fulminó con la mirada. Samuel bajó la mano lentamente, sin perder la sonrisa.
—Yo solo trato de animar el ambiente —se defendió.
—El ambiente no necesita animarse, necesita concentración —gruñó Thomas, que ya había abierto un libro gordo como si fuera su arma secreta.
Sofía, sentada a mi lado, extendió un pliego de papel grande y comenzó a trazar un cronograma con colores.
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Editado: 23.09.2025