Demasiado Torpe Para Enamorarme

Capítulo 8

El sol de la finca nunca tiene la decencia de entrar de a poquitos: irrumpe como fiesta patronal, con gallinas escandalosas, perros ladrando a cualquier sombra y Samuel gritando a voz en cuello como si hubiera descubierto un tesoro en el gallinero.

—¡Soy el rey del establooo! —vociferaba, con un sombrero viejo que claramente había pertenecido a mi abuelo.
Lo peor: llevaba un palo de escoba como cetro y una bufanda de mamá a modo de capa. Parecía una mezcla entre caballero medieval y payaso de circo.

—¡Ríndete, impostor! —gritó Sofía, que apareció con otra escoba, esta vez como espada, y lo persiguió a punta de carcajadas.

Thomas, sentado en el muro, ni se inmutó. Tenía esa cara de “yo no conozco a esta gente” mientras trataba de arreglar un lazo de cuero. Mamá, desde la cocina, sacó medio cuerpo por la ventana y lanzó la amenaza de siempre:
—¡Al que rompa una escoba lo pongo a barrer todo el patio de rodillas!

Yo lo veía todo desde la ventana de mi cuarto, con mi cuaderno de dibujo en las piernas y una sonrisa que no quería admitir. No por Sofía ni Samuel, que parecían escapados de un manicomio feliz, sino porque ahí estaba él. Dayron.

Apoyado en la baranda del corredor, con una taza de café en la mano, miraba el caos como quien observa un espectáculo que no necesita entradas. Tranquilo, sereno, con esa media sonrisa que nunca sé si es para todos o solo para mí.

Me mordí el labio. Una parte de mí quería bajar corriendo y unirme al circo. Otra parte temía terminar siendo la próxima broma de Samuel. Y la última parte —la más escandalosa— solo quería ver si Dayron seguía mirándome cuando yo estaba cerca.

—¡Danna! —la voz de Sofía me sacó del dilema—. ¡Deja de fingir que estudias! El recreo de la vida está pasando aquí, no en tus cuadernos.

Antes de que pudiera responder, ya me estaba arrastrando del brazo. Terminé en medio del patio, rodeada de gritos, risas y gallinas indignadas. Y, por supuesto, con Dayron levantando las cejas en un gesto que parecía decir: “sabía que ibas a caer”.

—No pienso correr detrás de Samuel con una escoba —advertí, intentando sonar seria.

—Tranquila —contestó Sofía—, eso lo hago yo. Tú eres la cronista oficial de la batalla.

Respiré hondo. Tal vez el recreo de la vida era eso: lanzarse aunque supieras que ibas a tropezar. Y mientras veía a Sofía blandir la escoba como una guerrera medieval y a Samuel escapar con alaridos teatrales, mi mirada se cruzó con la de Dayron otra vez.

Él no reía a carcajadas como los demás. Sonreía bajito, como si todo el caos fuera el telón de fondo perfecto para algo mucho más silencioso: estar ahí, mirándome, mientras yo intentaba no convertirme en la siguiente víctima de mi propia torpeza.

Y en ese instante lo supe: el día apenas empezaba, pero ya me sentía perdida… y feliz de estarlo.

La idea, cómo no, nació de Samuel. Si hay alguien en el planeta capaz de convertir una mañana tranquila en un experimento social fallido, es él.

—¡Nuevo juego! —anunció, subido en el tronco caído del patio como si fuera un general—. Competencia de confianza: todos con los ojos vendados y caminando en fila. El que se pierda, pierde. El que choque contra un árbol… también pierde, pero con estilo.

Sofía aplaudió como si acabara de escuchar la mejor propuesta de la ONU.
—¡Me encanta! Danna, no pongas esa cara de funeral, esto es entrenamiento para la vida.

—Entrenamiento para fracturarme, dirás —murmuré, pero nadie me escuchó.

En menos de cinco minutos, ya teníamos vendas improvisadas hechas con pañuelos y trapos. Thomas renegaba, pero se dejó arrastrar por el espíritu grupal. Mamá solo dijo desde la cocina:
—Si alguno termina en el hospital, no me echen la culpa a mí.

Yo terminé en medio de la fila, con el corazón acelerado y una venda que olía a detergente barato.

—Confía en tu líder —gritó Sofía desde adelante—. Yo los guiaré hacia la gloria.

El problema es que Sofía nunca en su vida ha distinguido la derecha de la izquierda.

—¡Un paso a la derecha! —ordenó.

Avancé… directo contra un arbusto.
—¡Sofía! —grité, sacudiéndome las hojas del cabello—. Eso era izquierda.

—¿Estás segura? —preguntó ella, como si la geografía universal dependiera de su opinión.

Detrás de mí, una voz baja y cercana me hizo sobresaltarme.
—Tranquila, no te caes sola.

Era Dayron. Lo supe incluso antes de girar la cabeza, porque el tono tenía esa calma que contrasta con mi caos. Sentí su mano rozar mi hombro, apenas un gesto para estabilizarme, pero suficiente para que mi corazón perdiera el ritmo.

Seguimos avanzando, guiados por órdenes contradictorias. Samuel hacía ruidos de monstruo para “asustarnos”, Thomas juraba que abandonaría el grupo si chocaba una vez más, y yo… yo solo intentaba no dar un espectáculo. Claro que lo di.

—¡Salten! —ordenó Sofía de repente.

—¿Salten qué? —pregunté, pero ya era tarde. Mi pie encontró una raíz traicionera y tropecé con un grito digno de película de terror.

El golpe no fue mortal porque, justo antes de besar el suelo, alguien me sostuvo por la cintura. Abrí los ojos detrás de la venda, aunque no veía nada. Aun así, lo reconocí.

—Te tengo —susurró Dayron.

No sé cómo explicar lo que sentí. Era como si todo el ruido del patio —risas, gritos, gallinas— se hubiera apagado por un segundo. Solo quedaba su voz, firme y tranquila, y mis manos aferradas a su brazo para no caer.

—Gracias… —murmuré, intentando que sonara natural.

—Para eso estoy —contestó, con una sonrisa que casi pude escuchar.

El juego siguió siendo un desastre glorioso. Samuel chocó contra Thomas, Sofía terminó enredada en una rama, y al final todos decidimos que la “competencia de confianza” había sido un rotundo fracaso. Nos quitamos las vendas entre carcajadas, con las rodillas llenas de tierra y los cabellos convertidos en nidos de pájaro.




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