El amanecer llegó con un cielo limpio, pintado de tonos anaranjados que iluminaban los campos como si alguien hubiera encendido un fuego gigante detrás de las montañas. Abrí los ojos con dificultad, pero no porque estuviera cansada: era la ansiedad la que me pesaba en el pecho.
La casa estaba llena de ruido desde temprano. Sofía y Samuel discutían en la cocina, Thomas daba instrucciones como si fuera capataz del ejército, y mamá iba de un lado a otro con la lista de pendientes del día. Yo intentaba pasar inadvertida, pero era imposible.
—¡Miren quién se digna a despertar! —canturreó Samuel apenas me vio bajar las escaleras.
—Buenos días, Danna —dijo Sofía, alargando la “a” como si quisiera provocarme—. ¿Dormiste bien o soñaste con alguien de ojos tranquilos y silenciosos?
Me atraganté con el propio aire.
—¡Sofía!
Ella se carcajeó, y Samuel aprovechó para seguir el juego.
—Yo apuesto a que soñó con un altar en medio de la finca, con Thomas de padrino y yo como maestro de ceremonias.
—¡Dejen de inventar tonterías! —protesté, intentando servirme café con manos temblorosas.
Thomas golpeó la mesa, exasperado.
—¿Algún día podrán desayunar sin convertir todo en circo?
—¿Y perder el entretenimiento matutino? —replicó Samuel, con una sonrisa de oreja a oreja.
Yo traté de ignorarlos, pero el calor subía a mis mejillas. De reojo, miré a Dayron, que ya estaba en la mesa, tomando su café con la misma serenidad de siempre. Solo una cosa era distinta: cuando alcé la vista, me di cuenta de que me estaba observando. No mucho, no de manera descarada, pero sus ojos se quedaron un segundo más de lo normal antes de volver a su taza. Ese gesto me desarmó más que todas las bromas juntas.
El día continuó con las tareas habituales. Sofía y Samuel fueron enviados a recoger leña —lo cual prometía desastre—, Thomas se quedó organizando la bodega y a mí me tocó acompañar a Dayron en la huerta. Cuando lo escuché, sentí que el corazón se me iba a salir.
El camino hasta la huerta fue silencioso, salvo por los gritos lejanos de Sofía y Samuel peleando con las ramas secas. Yo caminaba unos pasos detrás de él, observando cómo cargaba las herramientas con facilidad. Tan distinto a mí, que siempre parecía tropezar con mi propia sombra.
En la huerta, empezamos a quitar la hierba mala entre las hileras de tomates. Yo intentaba concentrarme, pero mis manos torpes no ayudaban. Al tercer intento, terminé arrancando una planta entera.
—¡Genial! —murmuré, frustrada, con la raíz colgando en mis manos.
Dayron se acercó, miró la planta y luego me miró a mí. Pensé que se burlaría, que haría algún comentario, pero no. Solo me entregó otra estaca para reforzar el suelo.
—Prueba otra vez —dijo, con voz tranquila.
Lo intenté, y esta vez lo logré. Él asintió, apenas, como aprobando en silencio.
"¿Por qué un gesto tan pequeño puede significar tanto?"
El sol estaba fuerte, y yo me sentía agotada. Me limpié la frente con el dorso de la mano, y de pronto él extendió su sombrero hacia mí.
—Tómalo.
—No, está bien, tú lo necesitas más.
—Te quemas rápido. —Su tono no admitía discusión.
Tomé el sombrero, sintiéndome ridícula por la sonrisa tonta que se me escapó. Él volvió a su tarea, como si nada. Pero yo sabía que algo había cambiado: ese gesto no era neutral. Era cuidado. Era cercanía.
Al mediodía, cuando regresamos a la casa, Sofía me estaba esperando en la puerta, con los brazos cruzados y cara de detective.
—¿Y bien? ¿Qué pasó en la misión secreta de la huerta?
—Nada.
—“Nada” con esa sonrisa no existe, Danna —dijo, señalándome como si hubiera resuelto un misterio.
Samuel apareció detrás, con una rama enredada en el cabello.
—¡La atrapamos! ¡La sonrisa la delata!
Yo quería enterrarme ahí mismo. Pero en el fondo, aunque me molestara, sabía que tenían razón. Ese día, por primera vez, Dayron no solo había estado a mi lado: me había dejado claro, con gestos, que yo importaba.
Por la noche, cuando abrí mi cuaderno, escribí más de lo habitual:
"Crecer duele, pero hoy entendí que el dolor también puede mezclarse con alegría. No necesito palabras grandes para saber lo que siento: a veces basta con un sombrero prestado, un silencio compartido o una mirada que dura un segundo más de lo normal. Y aunque todavía me tiemblen las manos, sé que estoy aprendiendo a leer su forma de hablar sin hablar."
Cerré el cuaderno con una sonrisa tímida, sintiendo que, aunque los rumores siguieran, algo en mí empezaba a encontrar calma.
La tarde nos encontró trabajando en el potrero. El calor era insoportable, y el aire olía a pasto recién cortado mezclado con sudor y tierra. Thomas organizaba las tareas como si fuera general de campo, Sofía y Samuel peleaban por quién debía cargar menos ramas, y yo intentaba no morir en el intento de seguir el ritmo.
—¡Cuidado con esa estaca, Danna! —gritó Sofía, justo cuando casi me la dejaba caer en el pie.
—¡Ya lo vi, ya lo vi! —protesté, aunque la verdad era que no lo había visto.
Samuel soltó una carcajada estridente.
—Si algún día conquistas a alguien, será porque se rió de tus torpezas.
—¡Samuel! —le lancé un puñado de paja, que él esquivó con una voltereta ridícula.
El resultado: terminó cayendo de espaldas en un charco. Sofía se dobló de la risa, y yo también, aunque me doliera el estómago de tanto reír.
En medio del caos, sentí una sombra sobre mí. Levanté la vista y ahí estaba él: Dayron, sosteniendo la estaca que yo había dejado mal clavada. Sin decir nada, la enderezó con un par de golpes firmes y volvió a mirarme. No era una mirada de reproche, tampoco de burla. Era una mezcla de paciencia y algo más, algo que me aceleraba el corazón.
—Gracias —murmuré, apenas audible.
Él asintió y regresó a su tarea. Pero yo me quedé un rato con esa sensación en el pecho, como si me hubiera dado más que ayuda: como si me hubiera regalado confianza.
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Editado: 23.09.2025