Demasiado Torpe Para Enamorarme

Capítulo 12

La finca nunca había estado tan llena de vida como aquel día. Desde temprano, Sofía y Samuel corrían de un lado a otro colgando cintas de colores que se caían a cada rato, mamá ordenaba flores silvestres en jarras improvisadas, y yo intentaba ayudar, aunque más de una vez terminé enredada con los lazos.

—¡No es una boda, es una graduación! —gritó mamá, mientras Sofía insistía en poner un arco de ramas en la entrada del corredor.

—Precisamente, hay que hacerlo inolvidable —replicó Sofía, sonriendo.

Samuel se acomodó una servilleta en el cuello, fingiendo un micrófono.
—¡Bienvenidos todos a la magna ceremonia del graduado más irresistible de la vereda!

La carcajada me salió sola, aunque me mordí el labio para controlarme. Había nervios en el aire, porque no era un día cualquiera: era el día de la graduación de Dayron, el comienzo de algo nuevo para él… y el principio de un vacío para mí.

Los vecinos empezaron a llegar, curiosos por la celebración. La sala de la casa se llenó de sillas de madera, el comedor se vistió con manteles que rara vez se usaban, y un espacio central quedó libre para la ceremonia. Thomas, impecable con su camisa, iba y venía organizando cada detalle, como si fuera el director de un acto escolar.

Finalmente, Samuel golpeó un plato con una cuchara y Sofía anunció con solemnidad fingida:
—¡Queda inaugurada la ceremonia de grado de nuestro querido Dayron!

Entre risas y aplausos, Thomas tomó la palabra.
—Gracias por acompañarnos hoy. Este no es un grado en un auditorio, pero es igual de importante. Dayron ha trabajado duro, y ahora está listo para seguir sus estudios. Estamos orgullosos de él.

La gente aplaudió, y yo sentí un nudo en la garganta. Dayron avanzó hasta el frente. No necesitaba un birrete ni toga; bastaba verlo de pie, con esa calma suya, para que todos entendieran que el momento era especial.

Thomas le entregó un diploma simbólico —una hoja enmarcada con cinta azul— y palmeó su hombro.
—Hermano, este es solo el inicio.

Dayron sonrió apenas y dijo, con voz tranquila:
—Gracias. No tengo mucho que decir. Solo que todo lo que aprendí aquí me acompañará donde vaya.

El silencio fue total por un segundo, hasta que Sofía rompió el ambiente con un suspiro exagerado:
—¡Ay, si habla poco pero enamora igual!

La sala estalló en risas, y Samuel fingió desmayarse en señal de drama. Yo, en cambio, no podía reír tanto. Cada palabra, cada gesto, me recordaba que él pronto se iría.

En medio de la algarabía, Dayron se acercó a mí. Su mano tocó mi hombro con suavidad, apenas un instante, pero lo suficiente para que mi corazón se acelerara.
—Estás muy callada —me dijo en voz baja.

—Estoy… pensando —murmuré, sin mirarlo.

—No pienses tanto. Solo disfruta.

Me quedé paralizada. Esa frase sonaba a consejo, pero también a despedida.

Y entonces, justo cuando la celebración parecía fluir sin pausa, la puerta principal se abrió. El murmullo se apagó de golpe. Una mujer alta, de porte elegante y mirada firme entró en la sala: la mamá de Dayron y Thomas.

Mamá se levantó de inmediato para saludarla, Sofía y Samuel se quedaron mudos —algo que casi nunca pasaba— y yo sentí un frío extraño recorrerme. La diferencia estaba ahí, palpable: ella no era una vecina más, era la dueña, la madre de quienes estudiaban para un futuro distinto.

Dayron se adelantó, la abrazó con ternura y sonrió como pocas veces lo había visto sonreír. Yo lo miré desde mi asiento, entendiendo por primera vez que lo que para mí era el centro del mundo, para él era apenas un capítulo de una historia que apenas comenzaba.

La llegada de la mamá de Dayron cambió el aire de la sala. Los murmullos se hicieron más discretos, los vecinos se enderezaron en sus sillas, y hasta el bullicio de Sofía y Samuel se redujo a un par de comentarios en voz baja.

Era una mujer de presencia imponente, con un vestido sencillo pero elegante, y un andar que dejaba claro que no necesitaba alzar la voz para que todos la notaran. Saludó con un gesto cordial a los invitados, estrechó la mano de mamá y se ubicó junto a Thomas y Dayron en la mesa principal.

Yo la observaba desde mi asiento, sintiendo cómo se formaba un nudo en mi estómago. No había dicho nada todavía, pero su sola presencia me recordaba que, aunque compartíamos la misma mesa y la misma finca, no pertenecíamos al mismo lugar.

Samuel, incapaz de guardar silencio por mucho tiempo, se inclinó hacia Sofía y susurró (más fuerte de lo que debía):
—Si esa señora me mira dos segundos, confieso hasta lo que no he hecho.

Sofía le dio un codazo que casi lo tira de la silla.
—¡Cállate, bobo!

La mamá de Dayron parecía no haberlos escuchado. Conversaba tranquilamente con Thomas, preguntándole por los planes de estudio de su hermano. Yo bajé la mirada al plato, sintiéndome invisible.

Entonces, sin previo aviso, una mano se deslizó sobre la mesa y tomó la mía. Alcé la vista de golpe: era Dayron.

No dijo nada, no sonrió, no buscó atención. Simplemente me apretó los dedos con suavidad, un gesto pequeño que solo yo noté. Fue tan breve que nadie más podría haberlo interpretado como algo fuera de lugar, pero para mí fue suficiente. Suficiente para entender que, aunque el mundo nos recordara que éramos distintos, para él yo estaba ahí, presente, en medio de todo.

Me temblaban las manos cuando lo solté, temiendo que alguien nos descubriera. Él volvió a su calma habitual, conversando con su madre como si nada hubiera pasado.

Después de la comida, hubo música improvisada. Sofía convenció a un vecino de tocar la guitarra, Samuel se animó a cantar desafinado y varios aplaudieron al ritmo. Yo me quedé en el corredor, observando desde la distancia.

La mamá de Dayron también estaba ahí, seria pero sin interrumpir, como si solo quisiera observar. Y en medio de la algarabía, él se acercó a mí.




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