El sol de la mañana iluminaba la finca de un modo distinto aquel día. Había algo en el aire que no se podía describir, como si todo el paisaje supiera que era un momento especial. Los cafetales se mecían con suavidad bajo la brisa, los animales parecían inquietos, y en el patio, el bullicio de voces y risas marcaba la preparación de un evento que se había esperado durante años: mi graduación.
El tiempo había corrido con rapidez y, a la vez, con la lentitud de la espera. Sofía y Samuel habían crecido a mi lado, siempre cargando con la misma torpeza divertida que lograba arrancar sonrisas incluso en los días más pesados. Mamá se había vuelto aún más fuerte, sosteniendo con firmeza las riendas de todo, y yo… yo había aprendido a escribir mi vida en cada hoja de mi cuaderno, a veces con lágrimas, a veces con risas, pero siempre con la certeza de que cada palabra me acercaba más a lo que soñaba.
El patio de la finca estaba transformado. Habían colocado sillas de madera en filas ordenadas, cubiertas con manteles que Sofía había intentado almidonar sin mucho éxito. En una esquina, Samuel había inflado globos que colgaban desiguales, y que explotaban de vez en cuando, arrancando carcajadas a los invitados. Sobre una mesa principal descansaban ramos de flores silvestres, traídos por los vecinos, y al centro había un espacio vacío destinado a los graduados. Éramos pocos, apenas un grupo reducido del instituto, pero la emoción era tan grande que bastaba para llenar el aire.
Mamá iba de un lado a otro, asegurándose de que todo estuviera en orden. Sofía se acercaba a los invitados con su sonrisa exagerada, dando la bienvenida como si se tratara de una ceremonia de gala. Samuel, en cambio, corría detrás de los niños que jugaban en el patio, intentando que no desarmaran la decoración improvisada.
—¡Esto parece más un festival que una graduación! —gritó Sofía, mientras se le caía una cinta de papel que había pegado con dificultad.
—Pues claro, hermana —respondió Samuel—. Si es la graduación de Danna, ¡hay que hacer ruido hasta que se enteren en el pueblo de al lado!
Yo los observaba con una mezcla de risa y ternura. Esa era mi familia: imperfecta, ruidosa, un poco caótica, pero llena de un amor que siempre encontraba cómo sostenerme.
Cuando la ceremonia comenzó, un silencio respetuoso se apoderó de todos. El director del instituto habló unas palabras sencillas, recordando nuestro esfuerzo, y luego comenzaron a llamar a cada uno de los estudiantes para recibir el diploma.
Mientras esperaba mi turno, sentí un cosquilleo recorrerme el cuerpo. No era solo nerviosismo; era una expectativa diferente, un presentimiento que había estado creciendo en mí desde hacía semanas. Y entonces lo vi.
Al fondo del patio, de pie junto a Thomas, estaba Dayron.
Mi corazón se detuvo un instante. Había cambiado. Ya no era solo el muchacho tranquilo de la finca: había en su mirada una seguridad distinta, en su postura una firmeza que el tiempo había pulido. Vestía sencillo, con una camisa clara y pantalón bien planchado, pero se notaba que el paso de los años le había dado algo más que madurez: le había dado certeza.
Sofía fue la primera en notarlo.
—¡Ay, Virgen Santísima, volvió el graduado supremo! —exclamó con teatralidad, tapándose la boca con ambas manos.
Samuel, como siempre, no se quedó atrás.
—¡Tráiganle un birrete dorado! ¡Este hombre necesita entrada triunfal!
Las risas estallaron, pero yo apenas podía respirar. Sentí un calor recorrerme las mejillas y el corazón golpearme el pecho como un tambor. Era real. Estaba ahí.
Mi nombre resonó en el micrófono. Caminé al frente con pasos inseguros, recibí el diploma entre aplausos y escuché las felicitaciones del director. Pero todo me parecía lejano, como si el sonido del mundo estuviera amortiguado. Mis ojos buscaban solo un punto: él.
Cuando volví a mi asiento, noté que Dayron se había acercado más. Thomas lo seguía de cerca, con ese aire de hermano protector, pero dejándole avanzar. Y yo, con el diploma en las manos, me sentí como la niña que había tropezado mil veces en el pasado, solo que ahora no quería esconder mis torpezas: quería que él las viera todas, porque sabía que no lo alejaban, lo acercaban.
La ceremonia terminó entre aplausos, abrazos y fotografías improvisadas con cámaras prestadas. Los vecinos se acercaban a saludarme, a desearme un buen futuro, y en medio de esa multitud, él se abrió paso.
Dayron se detuvo frente a mí, y por primera vez en todo el tiempo que lo conocía, no fue solo un gesto sutil, no fue solo una mirada que decía más que mil palabras. Esta vez habló, con voz clara y firme, lo suficiente para que todos escucharan.
—Te esperé —dijo, mirándome fijo, con esa calma suya que ahora tenía un peso distinto—. Te esperé porque quería verte crecer, equivocarte, reírte de ti misma, aprender a levantarte. Te esperé porque sabía que este era el momento.
Un murmullo recorrió el lugar. Sofía dio un salto como si hubiera escuchado un secreto escandaloso y Samuel se agarró la cabeza como si estuviera presenciando una escena de telenovela.
Yo no pude hablar. Las lágrimas se acumularon en mis ojos y el corazón me dolía de tan rápido que latía.
Él dio un paso más, borrando la distancia entre nosotros.
—No tenía sentido apresurarnos. Lo importante no era empezar antes de tiempo, sino llegar juntos a este momento.
Las palabras me atravesaron con una claridad luminosa. Supe, en ese instante, que todo lo vivido —las bromas de Sofía, las torpezas de Samuel, los silencios en la finca, las miradas robadas, la espera interminable— había valido la pena solo para llegar ahí.
Y entonces, frente a todos, extendió su mano.
—Danna, ¿me dejas caminar contigo lo que venga después?
No necesité pensarlo. Tomé su mano con fuerza, con la seguridad que nunca antes había sentido.
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Editado: 23.09.2025