Daisy
— ¿Qué quieres?— el chico tras la puerta me mira con el ceño fruncido.
Trago saliva dificultosamente.
Nunca me hubiera imaginado tal respuesta por llamar simplemente a una puerta.
— Em...— respiro hondo. Antes de que hable, me cierra la puerta en la cara.
Me sobresalto por el fuerte portazo. Me llevo las manos al corazón. Palpita demasiado fuerte y rápido.
¿Qué ha sido eso?
Doy media vuelta anonadada. Nunca nadie me había cerrado la puerta en todas las narices. Es... Vergonzoso.
Me doy la vuelta para salir del lugar, pero choco con un fuerte cuerpo.
— Perdona.— subo la mirada encontrándome con un chico. Su ceño se frunce al verme. Sus manos se forman en unos fuertes puños. El aire entra y sale por su nariz demasiado rápido.
— Vete.— pronuncia.
Pone la mano en mi hombro dándome un fuerte empujón.
Hago una mueca al caer al suelo. Las pequeñas piedras del suelo se me hincan en las manos y rodillas. Mis labios empiezan a temblar. El hombre forma su boca en una fina línea y luego sigue su camino como si nada hubiera pasado.
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— ¿Qué tienes en las manos Daisy?— Payper las señala.
— Nada que te importe.— digo seria.
Ella alza los hombros y sube la escalera sin decir nada más.
Desde lo ocurrido con aquel chico, me siento rara. Ya hace casi dos días. Pero antes de eso ocurrió algo que me dejó peor todavía.
Mientras iba pasando por una calle solitaria, escuché unas voces en un callejón. Me paré y vi la escena.
Un hombre tenía una pistola en la mano. La chica de delante suya lloraba. Suplicaba algo que no pude escuchar. Hasta que escuché un fuerte disparo y el cuerpo de la chica cayó al suelo sin vida.
Cuando el chico se percató de mi presencia, salí corriendo. Después de un buen rato conseguí que me perdiera de vista.
Llegué a mi casa corriendo y me subí a mi cuarto para darme una larga ducha y poder refugiarme en mi acogedor cuarto.
Todo fue muy extraño.
Saco un cartón de leche del refrigerador. Relleno el vaso del líquido blanco. Echo una cucharada de colacado, una cucharada de azúcar y lo llevo a mis labios bebiéndomelo entero.
— Daisy. ¿Llevaste la carta al hombre?— mi padre entra por la puerta de la cocina.
— Más bien era un chico, y sí, pero me cerró la puerta en la cara antes de que pudiera hablar. Supongo que no es muy... Amable.— elevo los hombros sin darle importancia.
— ¿Un chico?— maldice bajo.— Seguro tuvo que ser su sobrino...
— Ya se lo llevas tu personalmente, papá. Yo no vuelvo a pisar de nuevo esa casa.— dejo el vaso en el fregadero y salgo de la cocina.
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Vamos Daisy.
Corro sin parar por casi una hora. El sudor recorre todo mi cuerpo. Uno de los auriculares se me cae de la oreja y lo vuelvo a colocar.
Inhala, exhala.
Inhala, exhala.
Antes de poder dar otra paso, mi pie tropieza con una piedra produciéndome una fuerte caída.
— ¡Joder!— grito por el impacto.
Doy un fuerte golpe en el suelo. Me paso repetidas veces las manos por la frente.
Me levanto del suelo sacudiéndome la ropa manchada de polvo, al igual que las manos, las cuales tienen un poco de sangre.
¿Por qué todo me tiene que pasar a mí?
Noto alguna mirada puesta en mí. Miro hacia los lados, pero no encuentro nada.
Decido dar media vuelta y volver a casa.
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Llamo a la puerta esperando a que alguien me abra ya que no me había llevado las llaves para no tener que cargar con ningún peso.
Miro hacia detrás al escuchar el rugido de un coche. Mi ceño se frunce al ver como un coche negro sale de la calle a toda velocidad.
La puerta se abre dejándome ver a Payper, pero al segundo se cierra no pudiendo ver quién se encuentra en el interior.
— Si... Luego te llamo. Chao.— dice por el aparato de su oreja.— Apestas Daisy.— se lleva una mano a la nariz tapándosela.
— Pues no huelas.— digo seca.
— Eso es lo que intento. Pero aún así, sigues apestando.— hace una mueca de asco al mirarme de arriba hacia abajo.— ¿Qué has hecho con las mallas?— las señala con el dedo índice.
Bajo la mirada encontrándola con algunos cortes, de seguro por la caída.
—Nada Payper.— respondo cansada por su curiosidad.
Cierra la puerta detrás mía y sale corriendo hacia la cocina.
No entiendo porqué mis padres tuvieron que tener a una hija como ella. No para de moverse ni de hablar ni un mísero segundo.
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— ¡Tara!— grito para que venga hacia mi.