Satanás contra la Iglesia. La realidad contra la ficción. El estreno de «El Exorcista» en 1973 resultó un éxito de taquilla (en torno a 400 millones de euros de recaudación) pero, sobre todo, fue un fenómeno social. Desmayos, ataques al corazón, ambulancias en los cines, protestas religiosas e incluso un incendio en un cine de Roma a causa de la caída de un rayo el día del estreno. La película inició una sucesión de polémicas a la que la comunidad jesuita de Georgetown añadió su granito de arena: «No puedes intentar llevar a la gente hacia Dios asustándolos de muerte», diría el padre Jesús Cortés. Una de entre tantas críticas desde la Iglesia, salvo porque la comunidad de jesuitas había vivido un caso de exorcismo a un menor con características similares. Aquel niño endemoniado fue, de hecho, el germen de la cinta de William Friedkin.
Al buscar el origen de los ruidos en distintos dormitorios, un cuadro de Jesús en el cuarto de la abuela estaba torcido y se movía como si alguien golpeara la pared detrás
En agosto de 1949, un reportero de «The Washington Post» publicó un artículo sobre un niño de 14 años, residente de Mount Rainier (Maryland), que fascinó en su juventud a William Peter Blatty, el autor de la novela «El exorcista» y del posterior guion cinematográfico.
El conocido como caso Mannheim tenía elementos realmente inquietantes. El 15 de enero de 1949, un menor llamado Robbie Mannheim (nombre falso puesto por el escritor que investigó el caso Thomas B. Allen para proteger su intimidad) pasaba la tarde en su casa de Bunker Hill Road cuando escuchó unos ruidos en el sótano, probablemente causados por unas ratas. Al buscar el origen de los extraños sonidos en distintos dormitorios, un a representación de Jesús en el cuarto de la abuela se torció y se empezó a mover como si alguien golpeara la pared desde atrás. Once días después de aquel extraño suceso, falleció una tía muy querida por Robbie que era aficionada al juego de la ouija. Él propio niño también lo era.
El Rito Romano para situaciones extremas
A partir de entonces, la familia Mannheim empezó a vivir fenómenos supuestamente inexplicables: algo parecía rasgar las paredes de la casa, el colchón de la cama de Robbie se movía de forma violenta en plena noche, los golpes desde el sótano eran constantes, un olor a excremento inundaba todo y objetos ordinarios -como un jarrón- se suspendían en el aire. Compañeros de clase atestiguaron, además, que un día el escritorio del niño empezó a moverse hacia el pasillo chocando contra otros objetos. Con el fin de dar con la naturaleza de estos sucesos, la familia invitó a un pastor luterano llamado Lether Miles Schulze a pasar la noche en la casa. Su experiencia fue tan terrible como para aconsejar urgentemente la presencia de un exorcista. Eso a pesar de que él no creía en las posesiones demoníacas.
La Iglesia anglicana delegó a su vez el caso en la católica, con un claro protocólo para estas situaciones. En la mayoría de los casos investigados por sacerdotes católicos la resolución suele ser que se trata de problemas médicos. La Iglesia era reticente, también hoy, a intervenir en lo que puede explicarse simplemente como enfermedades mentales. De ahí lo excepcional de que en el caso Mannheim la Iglesia católica dictaminara que el niño estaba poseído y autorizara a que se hiciera un exorcismo según el Rito Romano en vigencia desde 1614 (actualizado en 1952).
En este sentido, el Rito Romano modernizado en 1999 anota que «el ministerio de exorcizar a los poseídos se concede por especial y expresa licencia del Ordinario, que regularmente será el mismo obispo diocesano». El sacerdote exorcista debe «estar preparado expresamente para este oficio» y dotado de «piedad, ciencia, prudencia e integridad de vida». Asimismo, el exorcista no debe creer fácilmente que alguien que padece alguna enfermedad, especialmente psicológica, está poseído por el demonio. Se deben agotar todas las posibilidades antes de dar luz verde.
San Francisco de Borja realizando un exorcismo con un crucifijo.
¿Y en qué consiste un exorcismo? El rito comienza con la aspersión del agua bendita sobre el poseído, la imploración a la intercesión de todos los santos, el recital de uno o varios salmos para pedir la protección del Santísimo y la proclamación de el Evangelio como signo de la presencia de Cristo. A continuación, el exorcista impone las manos sobre el atormentado para invocar el poder del Espíritu Santo (al mismo tiempo puede soplar sobre el rostro del atormentado). Se recita entonces el símbolo de la fe, o bien, se renueva la promesa de fe bautismal con abjuración previa a Satanás. Terminados estos ritos se muestra al atormentado el crucifijo que «es fuente de toda bendición y gracia», y se hace la señal de la cruz sobre él señalando así la potestad de Cristo sobre el diablo.
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Editado: 11.11.2020