Empecé a correr. No sabía a dónde ir, solo corría. Cruzaba calles sin mirar, como si mis piernas se movieran por sí solas, con el corazón golpeándome el pecho como un tambor. Cuando llegué a la esquina de un parque, escuché otro disparo. Me detuve. Me giré para ver si alguien me seguía… y sí, había alguien. Busqué desesperadamente un lugar dónde esconderme.
Me oculté detrás de un auto estacionado. La adrenalina me hacía temblar las piernas. El chico que me seguía escaneó el lugar con la mirada. Yo lo miraba también desde mi escondite, sin atreverme a respirar. Como no me encontró, se fue por donde había venido.
Esperé unos segundos antes de moverme. Mi mente era un caos: no sabía dónde estaba, no tenía mi teléfono, y no podía comunicarme con mi hermana. Crucé un par de calles más. Entonces escuché el sonido seco de una moto derrapando y cayendo. Volteé a la izquierda.
¡Harry!.
Corrí hacia él.
—¡Estás vivo!—dije, aliviada por un segundo.
—Tenemos que irnos —me dijo con dificultad, mientras trataba de levantarse. Señaló su motocicleta— ¿Sabes manejar?
Mi cabeza se movió ligeramente de izquierda a derecha.
—Tendrás que hacerlo —dijo, casi sin voz. Tosió sangre.
—Pero… no sé manejar…
—Clary, tenemos que irnos ya —dijo, ahogándose con su propia sangre. La urgencia en sus ojos me empujó a actuar sin pensar.
Llegamos a mi casa. Yo manejé. Él iba detrás, guiándome con susurros entrecortados, apenas consciente, aferrándose como podía al asiento trasero. Al bajar y pisar la acera, simplemente se dejó caer al suelo. Me agaché junto a él e intenté animarlo a cooperar un poco. Realmente era muy pesado.
Entramos caminando con lentitud. Sus pasos eran torpes y arrastrados. Yo lo sostenía con una mano en su espalda y su brazo sobre mis hombros. Con esfuerzo, logré ayudarlo a acomodarse en el sillón. Fui de inmediato al baño, donde guardábamos el botiquín de primeros auxilios, en una de las repisas altas.
Cuando regresé, le quité con cuidado la camisa. Y entonces lo vi todo.
Golpes. Moretones que apenas estaban tomando color. Sangre seca. Arañazos. Raspones. Y una quietud que me inquietaba más que cualquier herida.
—No tenían por qué hacerte esto…—murmuré, con la voz temblorosa. Me dolía verlo así. Su cuerpo estaba tan maltratado que me costaba tocarlo, pero sabía que tenía que hacerlo.
Con las manos temblorosas, comencé a aplicarle la pomada. Cada roce era suave, casi reverente, como si pudiera romperse con solo un poco de presión. No quería causarle ni un gramo más de dolor.
—¿Se ve mal? —preguntó de pronto, sin abrir del todo los ojos.
—Pues... la verdad... —(se veía fatal)— sí —solté, bajando la mirada.
Por suerte, nada parecía estar roto ni fuera de lugar. Al menos no algo que requiriera hospital. Debía tener más fuerza de la que aparentaba. Aunque sangró por la boca, tenía el labio inferior partido, la mejilla izquierda enrojecida, la nariz con restos de sangre seca, los brazos y las rodillas llenos de raspones... y aun así, seguía consciente.
Le limpié los nudillos, el cuello, y luego el rostro. Seguía sin quejarse. Pero entonces, mi madre apareció en la sala. Se detuvo en seco al verlo.