Amanecí antes de que el sol entrara por la ventana. No fue por ruido ni pesadillas, sino por esa inquietud que a veces se arrastra por el cuerpo como un susurro que no se puede ignorar. Me vestí sin pensarlo demasiado y bajé al cuarto de lavado.
Buscaba algo viejo. Algo con historia. Una camisa de papá. Sabía que mamá las guardaba, no en vitrinas, sino en cajas olvidadas que nadie se atrevía a vaciar. Al abrir una de ellas, el olor me golpeó: madera vieja, polvo, y un leve perfume rancio a colonia masculina. Nostalgia, hecha aroma.
Encontré lo que buscaba, pero también hallé algo más: ropa interior. Me detuve. No por vergüenza. Fue más como una punzada de sorpresa. ¿Por qué guardaría eso? Me quedé mirando por unos segundos, como si las telas pudieran darme una respuesta. Tal vez guardar no es amar… tal vez es solo no olvidar.
Volví a la sala, con la camisa doblada en mano. Él seguía ahí, dormido, envuelto en una calma que contrastaba con la noche anterior. Me acerqué, suave, despacio, como si no quisiera despertar del todo esa paz… Me agaché y lo llamé con suavidad:
—Hey... Harry.
Abrió los ojos con lentitud, entre parpadeos, saliendo del sueño.
—¿Qué pasa? —susurró, aún somnoliento.
—Te traje esto —le mostré la ropa—. Puedes usarla… y si quieres, puedes ducharte —le indiqué la puerta del baño, arriba la primera puerta a la derecha.
Asintió con un leve quejido mientras se incorporaba.
—¿Ya no te duele? —le pregunté mientras le pasaba la ropa.
—No —sonrió, y por primera vez esa sonrisa no tenía sombra.
Mientras él se duchaba, yo comencé a preparar el desayuno. Me había levantado mucho antes de lo habitual, no por energía, sino para evitar que todos se cruzaran a la misma hora en el baño o en la cocina. Quería evitar preguntas, miradas, incomodidades. Me movía con agilidad en la cocina, no para avanzar rápido, sino para ocuparme y no pensar demasiado.
El desayuno ya estaba casi listo, solo faltaba servir.
—¿Te ayudo? —su voz llegó desde el umbral de la puerta.
Me giré. Estaba de pie ahí, con el cabello mojado, una camisa que le quedaba un poco grande, y una sonrisa leve, honesta.
—No hace falta —le dije, girándome con los platos en la mano.
Pero él se adelantó, se puso en medio de mi camino y me los quitó de las manos.
—Déjame ayudarte. Por favor. Es lo menos que puedo hacer ahora —dijo, mirándome directo a los ojos.
No supe qué decir, así que solo asentí. Me gustaba cómo se sentía el momento, cómo se sentían sus ojos en los míos. Se adelantó hacia la mesa, los colocó con cuidado, y empezó a ayudarme a poner los cubiertos. Verlo moverse con naturalidad en mi cocina me dio una sensación extraña... como si ya perteneciera. Y eso, de alguna forma, me asustaba un poco.