Los miraba. A los dos. Ese eterno duelo de miradas entre ellos, como si se hablara más con los ojos que con las palabras. Algo se tejía en el aire, algo tenso, viejo, casi inevitable.
Y entonces lo sentí.
Mi corazón latía demasiado rápido. La respiración comenzó a agitarse. Como si no pudiera tomar suficiente aire. Como si algo me apretara el pecho desde dentro. Una presión invisible, pero real. Asfixiante.
No dije nada. No podía.
Salí corriendo de la enfermería.
Las paredes del pasillo pasaban borrosas a mi alrededor, como si el mundo se deshiciera a mi paso. Corrí hasta el campo. El aire frío me golpeó el rostro como un cachetazo necesario. El sol, alto ya, me deslumbró los ojos, pero no me detuve.
No paré hasta llegar a las gradas.
Me apoyé ahí, doblada, jadeando, recuperando el aire que me faltaba. Que me dolía.
El frío del metal bajo mis manos me ancló a la realidad.
El aire entraba y salía con dificultad, como si tuviera que pelear por cada bocanada. Cerré los ojos. Intenté concentrarme solo en eso: inhalar, exhalar, no pensar.
Pero mi mente no obedecía.
Veía sus rostros como si aún estuvieran frente a mí. Las miradas, los silencios. Ese orgullo estúpido que los hacía chocar una y otra vez. Y en medio, yo. Como un punto invisible entre dos fuerzas que no saben ceder.
Apoyé la frente sobre mis rodillas, abrazándome con fuerza.
No sabía si quería llorar, gritar o desaparecer.
Lo de hoy había sido demasiado. Sentía que algo dentro de mí se deshacía lentamente. Como si estuviera hecha de hilos que se tensaban hasta romperse. ¿Por qué dolía tanto? ¿Por qué me afectaba tanto verlos así? ¿Por qué... no podía simplemente ignorarlos?
Solo necesitaba desaparecer un rato. Respirar sin que nadie me viera. Sin tener que explicar por qué algo tan tonto dolía tanto.
El equipo de fútbol americano practicaba cerca. Gritos, silbatos, golpes sordos contra el césped. Fue ese escándalo el que me sacó un poco del pensamiento. En medio del ruido, el balón salió volando y cayó a pocos metros de donde estaba.
—¡Ey! —gritó uno, levantando la mano con una seña rápida.
—Sí, claro… —murmuré para mí, girando apenas la cabeza, sin intención real de contestarles. No me moví. Mi atención estaba fija en la puerta del edificio, como si esperara ver salir algo —o a alguien— que le diera sentido a todo esto.
El capitán del equipo fue por el balón. Lo supe porque en su uniforme, bordado con hilo dorado, se leía claro: Capitán. Se lo pasó con una palmada a un compañero y, al verme, se detuvo un segundo. Me observó con una mezcla de curiosidad y precaución. Como si no supiera si debía decir algo… o simplemente seguir su camino.
Y yo… simplemente bajé la mirada.