—Hola… —saludé, aún con vergüenza. No podía creer que me hubiera quedado dormida.
—Perdón, en serio —hice una mueca, esperando la burla de turno o un comentario sarcástico.
Pero Isaac respondió rápido, amable, casi como si hubiera ensayado la frase.
—No tienes que disculparte, solo ven a ayudarnos. Serías de gran ayuda, Nate y yo no podríamos hacerlo solos —su sonrisa, como siempre, iluminó la habitación y disipó cualquier preocupación.
Nos pusimos a trabajar.
Horas. Literalmente horas. Entre apuntes, discusiones sobre nimiedades, carcajadas a media voz y correcciones de último minuto. Nos enredamos en los detalles: que si la fuente, que si el orden, que si ese párrafo no suena bien. Cada uno aportando, chocando, riendo un poco. Fluyendo.
Tan metidos estábamos, que el tiempo dejó de importar.
Cuando por fin miramos el reloj, ya era tarde.
Pero lo que quedaba era mínimo, un par de detalles. En menos de quince minutos, todo quedó terminado. Cerrado. Perfecto
Quise cerrar la noche con algo tranquilo. Una cena sencilla, una especie de “bien hecho, equipo”, pero no hubo suerte.
La mamá de Nate ya lo esperaba afuera, tocando la bocina como si la casa estuviera en llamas.
Y el papá de Isaac… no lo estaba esperando afuera. Le estaba llamando. Y llamando. Y llamando. Su celular no paraba de vibrar cada par de minutos. Mensajes. Llamadas. Otra vez la pantalla iluminándose con el mismo nombre “Vicent”. Isaac revisó el teléfono con una expresión entre fastidio y resignación.
—Tengo que irme —dijo, con un suspiro cansado.
Mi invitación murió antes de nacer.
Me quedé sola, recogiendo.
Les había dicho que yo me encargaría de todo, así que empecé a limpiar.
No había pasado mucho tiempo desde que la casa se quedó en silencio cuando escuché los golpes suaves en la puerta.
Pensé que alguno de los chicos habría olvidado su cuaderno, una carpeta, su celular… pero no.
Cuando abrí, fue como si el tiempo se detuviera.
Harry.
Frente a mí, con los ojos vidriosos y enrojecidos, el rostro pálido y la mirada perdida. Hundido. Doblado hacia adentro, como si el mundo le pesara sobre los hombros.
—¿Qué pasó? ¿Estás bien? —pregunté de inmediato, sintiendo cómo se me encogía el pecho.
—¿Puedo pasar? —susurró. La voz le temblaba, igual que la lágrima que amenazaba con caer desde su ojo derecho.
Solo asentí y me hice a un lado.
Entró sin decir nada más, caminó directo al comedor, como si ya supiera el camino con los ojos cerrados. Lo había hecho antes, pero hoy sus pasos eran distintos. Más lentos. Más pesados
Cerré la puerta y lo seguí, sin hacer preguntas. O al menos no todavía.
—¿Qué pasa? —repetí con suavidad, sin querer presionar.
—Clary… —me miró, y en su voz, en sus ojos, en todo su cuerpo, había una tristeza que dolía solo de verla—. ¿Puedo quedarme a dormir aquí?