Demons

40

—Perdón —dijo él, bajando la mirada—. Por lo de antes. No debí acercarme así.

—No... —negué rápido, demasiado rápido—. No fue tu culpa. Yo entré sin avisar. Pensé que…

Me callé. La frase murió en mi boca. Porque la verdad era demasiado pesada. “Pensé que te habías hecho daño.”

Él asintió, como si entendiera lo que no dije.

Se sentó en la silla del comedor, sin mirarme.

No hablábamos. El roce de los cubiertos, el golpe sordo del cuchillo, la respiración contenida entre bocado y bocado.

Comimos en silencio. Pero no era incómodo. Era denso. Lleno de cosas que no sabíamos cómo decir.

Una parte de mí quería levantarme, dejar el plato a medio terminar y encerrarme en mi habitación. Fingir que nada de esto había pasado. Pero la otra... la otra quería quedarse. Quería mirarlo un rato más.

Así que cerré los ojos un segundo. Respiré hondo, y cuando los abrí… ahí estaba.
El cabello aún está mojado. Ese rostro tenso, pero hermoso. Ese cuerpo que no se podía ignorar, aunque intentaras.
Mordí el labio. Sin querer.

No podía dejar de mirarlo.

Entonces él alzó la voz, como si hubiera estado esperando ese momento exacto.

—¿En qué estás pensando? —preguntó de repente, sentí como si me hubiera estado observando todo el tiempo.

Un escalofrío recorrió desde mi pecho hasta las extremidades.

Y justo después de preguntar, se metió otro bocado a la boca.

Esos labios.

¿Qué? Espera... ¿me habló? ¿Me preguntó algo? ¡Demonios! ¿Qué le digo ahora?

Mi cerebro estaba tan enredado que por poco se me cae el tenedor.

—¿Vas a contarme qué pasó? —pregunté finalmente, con voz suave.

Harry dejó el tenedor sobre el plato.
Su mirada se quedó fija en el plato. Sus ojos, cansados.

—No quiero que pienses mal… —murmuró.

—No voy a hacerlo —le aseguré—. No después de cómo llegaste.

Se pasó una mano por el cabello y suspiró largo, como si tratara de sacudirse la rabia.

—Discutí con mi papá —soltó al fin—. Otra vez. Me gritó. Me dijo cosas horribles. Como siempre.

Se quedó en silencio. Y sus manos… apretadas.

Como si con eso contuviera todo lo que no podía decir.

—Pero esta vez… no sé. Fue distinto. Me dijo que o cambiaba o me fuera. Que no le servía un hijo así. Que soy una decepción.— Su voz ya no temblaba, solo dolía

Sentí cómo algo se encendía dentro de mí.

Rabia. Pura. Ardiente.

Quise levantarme. Quise ir hasta su casa y escupirle cada palabra que Harry jamás se había atrevido a decirle.

Pero no lo hice.

Solo me levanté y fui hacia él.
Su puño izquierdo descansaba sobre la mesa, tenso, cerrado.

Puse mi mano sobre él.

Mis dedos se movieron despacio.

Lo acaricié con el pulgar, una y otra vez. Sin prisa.

—Harry... —murmuré, bajito— tú no eres una decepción. No lo eres. Ni un poco.

Y entonces me miró. Por fin.

Y lo que vi en sus ojos no fue duda. Fue miedo.

Ese miedo profundo de quien ya empezó a creer lo que otros le han repetido toda la vida.

—¿Y si tiene razón? ¿Y si…?

—No. —Lo interrumpí. Firme. Dulce—. No la tiene. Porque yo te veo. Yo sí te veo, Harry.

Me levanté y lo abracé. Sin pensar. Solo lo hice. Como si eso pudiera sostenerlo de una pieza.

Él, sentado, se aferró a mí como si el mundo se le deshiciera entre los dedos.

Apoyó la frente en mi estómago.

Y yo solo acaricié su cabello. Su espalda.

Despacio.

Estuvimos así un rato.
No hablamos. No hacía falta. Porque a veces, el silencio también sabe abrazar.




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