A través de la celosía intente mirar solo lo justo, para saber si seguía ahí. El corazón me latía tan fuerte que temía que pudiera escucharse desde afuera. Retumbaba en mis oídos, como un tambor fuera de control.
A través de los huecos, vi cómo regresaba. La sombra volvía a cruzar el pasillo. Se movía inquieta.
De un lado al otro. Como un animal olfateando algo que no logra atrapar algo... o a alguien.
Tragaba saliva con dificultad. El silencio pesaba tanto como el miedo. Me asustaba el hecho de que pudiera estar buscándome a mí. Pero lo supe con certeza cuando la vi agacharse.
Se asomó bajo la cama.
Me estaba buscando.
Mi sangre se heló.
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
La sombra se detuvo.
Justo frente al armario.
El aire desapareció de mis pulmones. Mi cuerpo se congeló.
Su mano, si eso era una mano, ese humo denso negro se alzó, a punto de tocar la puerta, apunto de abrirla. Me cubrí la boca con ambas manos para no soltar un sollozo.
Un ruido seco. Desde el balcón. Algo, alguna una rama, algún golpe, lo que fuera, le salvó la vida a mi silencio.
La sombra se giró bruscamente, como si respondiera a una orden y se desvaneció en dirección al sonido. Como humo arrastrado por el viento.
Aproveché. Abrí el armario en silencio conteniendome la respiración. Me deslicé fuera con movimientos casi felinos, impulsada por un miedo tan visceral que me hizo olvidar que podía gritar, que podía llorar. Solo quería salir de ahí.
Bajé las escaleras a toda velocidad sin mirar atrás, casi sin tocarlas. Abrí la puerta de entrada con manos temblorosas, y salí.
No pensé. No cerré. No grité. Solo corrí. Como si los latidos de mi pecho me empujaran hacia adelante.
La calle estaba fría, desierta. La noche parecía más oscura de lo normal, como si el mundo también contuviera la respiración.
Y fue ahí, justo al pisar el pavimento de la acera, cuando lo noté.
Estaba descalza.
La piel de mis pies tocaban el frío de la madrugada. Sentí el asfalto rugoso, las piedritas clavándose. Pero no me detuve, ni siquiera eso importaba ahora.
De pronto, una punzada atravesó mi talón derecho.
No dolía. No todavía. La adrenalina lo cubría todo, como una manta caliente e insensible.
Pero fue suficiente para hacerme caer.
Mi cuerpo se desplomó de lado, con un jadeo ahogado. Me sostuve con las manos, raspando las palmas contra el pavimento. El aire helado me quemaba la garganta.
Intenté levantarme, dar otro paso… pero no pude.
El pie no respondía.
Me arrastré como pude hasta un carro estacionado a unos metros. Me dejé caer contra la puerta, temblando, respirando a medias. Apoyé la espalda con fuerza, buscando un poco de estabilidad, como si el metal pudiera sostenerme mejor que mis propias piernas.
Solo entonces me atreví a mirar.
Llevé los dedos hasta el talón, con miedo, con prisa. Toqué la piel húmeda, cálida. Sentí el líquido pegajoso. Sangre.
Y entonces lo noté. Un pequeño fragmento de vidrio, brillante, incrustado justo en el centro del talón. Era delgado, pero profundo. Lo suficiente para abrir una herida que no podía ignorar.