—¿Quieres que te lleve al cuarto? —preguntó, su voz baja, serena. Casi como si no quisiera romper el silencio de la casa.
Asentí en silencio. No tenía fuerzas para decir nada más.
Me cargó con cuidado, como si yo fuera algo frágil, como si pudiera romperme en cualquier momento. Estar en sus brazos me hacía sentir segura, protegida, como si el mundo entero se redujera al calor de su pecho y al ritmo constante de su corazón. Apoyé mi cabeza contra él y dejé que me llevara.
Apenas abrió la puerta de mi habitación, el aire tibio, cargado con ese olor familiar a sábanas limpias y loción, me envolvió. Cerré los ojos un segundo. Solo uno. Pero fue suficiente para sentirme un poco más en casa.
Me colocó sobre la cama con una suavidad que me erizó la piel. Primero acomodó mi almohada, luego a mí, como si supiera exactamente cómo dormía, cómo respirar a mi lado sin hacer ruido. Me arropó despacio, subiendo la cobija hasta mi pecho, con movimientos pacientes. Entonces se quedó allí, sentado en el borde de la cama, mirándome.
Sus ojos estaban llenos de algo difícil de nombrar. ¿Ternura? ¿Preocupación? ¿Miedo, tal vez? No lo sé. Pero me miraba como si necesitara asegurarse de que aún estaba aquí.
Se inclinó y me dio un beso lento y cálido en la frente. Fue un gesto simple, pero para mí, el mundo pareció detenerse por un instante.
—Gracias —susurré, sin saber exactamente por qué le daba las gracias, pero sintiendo que necesitaba hacerlo.
Él no respondió. Solo me acarició una vez el cabello, con la yema de los dedos, y se quedó a mi lado en silencio, mis ojos se sentían pesados, el sueño me ganaba.
Sentí el leve movimiento del colchón cuando su peso se alejó de la cama. Se dio media vuelta, dispuesto a salir. Pero antes de que cruzara la puerta, lo llamé:
—Harry...
Se detuvo. Me miró por encima del hombro, en silencio.
Cerré los ojos un segundo, tomé aire, como si necesitara reunir valor para escupirlo.
—¿Podrías... dormir conmigo?
Mi voz fue baja, temblorosa. Pero se escuchó. No hubo pausa. Solo un gesto. Un “sí” silencioso, tan claro como si lo hubiera gritado.
Cerró la puerta con suavidad. Apagó la luz. Y cruzó la habitación.
Se acomodó con cuidado a mi lado, sin tocarme. Como si esperara una señal.
Me giré hacia él, y sin decir nada, busqué su brazo con mis manos, deslicé mi cabeza sobre él, como si ese hueco hubiese sido hecho para mí.
Nos acomodamos. No hizo falta hablar.
Entre el eco de la noche, el calor compartido y el miedo que aún no se iba… cerré los ojos. Solté un suspiro largo, profundo. Como si todo mi cuerpo necesitara rendirse al fin.
Detesto con toda el alma las pesadillas.