Demons

54

Me asomé y ahí estaba él, de espaldas a mí, moviendo el sartén mientras el aceite chispeaba suavemente. Estaba preparando el desayuno para mí… para ambos.
Se movía con calma por la cocina, tomando la bolsa de café que estaba dentro de la alacena. El cabello, ligeramente revuelto, caía en mechones desordenados, y llevaba puesta una camiseta gris que no recordaba haberla visto antes, quizá era suya,le quedaba tan bien que me pregunté si era de esas prendas que uno usa hasta que se desgasta.

Cada movimiento suyo tenía un ritmo pausado, como si cada pequeño gesto tuviera un propósito. Cocinaba con cuidado, como si ese simple acto fuera íntimo para él… y por alguna razón, eso me pareció muy lindo.

Había algo tranquilizador, casi hogareño, como si pertenecieran a ese espacio, como si nosotros fuéramos reales.

Entonces recordé que yo acababa de levantarme. Retrocedí un par de pasos. Seguro traía la ropa toda arrugada después de aquella noche, la cara hecha un desastre, la boca pastosa… y después de todo lo que pasó.
Aunque, si él se había despertado primero, entonces tuvo que haber visto el desastre que era dormida.

¡Demonios!

Me giré de inmediato y subí los escalones con torpeza, esquivando mi reflejo en el espejo del pasillo. No podía con la idea de que me viera así, después de haber compartido un poco de intimidad anoche. No con este aspecto. No con todos los pensamientos que todavía cargaba.

Me lavé la cara, me cepillé los dientes como si fuera una carrera contra el tiempo, y me cambié a algo más presentable para ir a la escuela, rogando y esperando que no comentará el desastre que soy.

Cuando bajé de nuevo, el aroma a desayuno había llenado la casa, envolviendo el aire con ese calor reconfortante que viene del pan recién tostado y el café recién hecho. Harry estaba colocando los platos sobre la mesa con una naturalidad casi inquietante, como si lo hiciera todos los días, como si ese momento también le perteneciera.

La mesa estaba servida: huevos, pan tostado, café humeante. Dos platos, uno frente al otro, como si todo estuviera pensado para que no hubiera nadie más. Me miró en cuanto notó mi presencia y sonrió.

—Buenos días, dormilona —dijo, sentándose mientras hacía un gesto con la mano, invitándome a ocupar el asiento frente a él.

Sus palabras hicieron que quisiera evitar su mirada, como si eso pudiera esconder el rubor que ya se acumulaba en mis mejillas.

— Buenos días —respondí, esbozando una media sonrisa— No tenías que hacer esto —añadí mientras me sentaba, sintiéndome torpemente agradecida.

—Solo come —respondió, apartando la vista— ¿Y tu pie?

—Mucho mejor, gracias —le sonreí, apenas.

El desayuno estaba ahí, perfecto. Pero el hambre… el hambre se había quedado en algún rincón de mi estómago, junto a los fragmentos de los sueños que no quise recordar.




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