Di un par de bocados, apenas lo suficiente para que no pareciera que lo estaba rechazando. Lo hacía solo para no herirlo, solo para no abrir la boca y que las palabras equivocadas se escaparan. Porque al preguntar, era como si mi memoria se viera obligada a revivir cada segundo de la pesadilla viviente de anoche, junto con el miedo, el dolor, un peso que aún me apretaba el pecho.
Harry comía en silencio, sin prisa, con la vista fija en su plato, como si no notara que yo apenas probaba el mío, o tal vez sí lo notaba, pero él elegía no decir nada. Ese mutismo suyo que no era incomodo, pero ahora yo lo sentía pesado por todas las preguntas sin respuesta que he venido acumulando, era como si mi propio techo amenazara con aplastarme si alguno de los dos rompía la calma.
Él se levantó con la misma naturalidad con la que se había sentado. Llevó su plato al fregadero y comenzó a lavarlo, moviéndose con familiaridad, como si la cocina… como si toda la casa también fuera suya. El sonido del agua corriendo y los cubiertos chocando contra el cristal del fregadero fue lo único que rompió el silencio.
Cuando salió de la cocina, lo aproveche. Me levanté despacio, tomé mi plato casi intacto y lo guardé en el refrigerador, como si esconder el desayuno pudiera borrar la incomodidad, como si meterlo ahí también pudiera encerrar todo lo que estaba sintiendo.
Subí las escaleras sin mirar atrás, como si la simple acción de poner un pie tras otro pudiera borrar lo que acababa de ocurrir en la cocina. Al pisar el último escalón, noté que la puerta del baño estaba cerrada. Supuse que Harry estaba dentro. No me quedé a escuchar, no quise.
Entré a mi habitación y suspiré, aunque el aire me supo espeso, como si no alcanzara para llenar mis pulmones. La mochila estaba en su lugar, al pie de la cama, tal y como la había dejado… pero no fui por ella. No aún. Me dejé caer sobre el colchón, sintiendo cómo el peso de mi cuerpo hundía las sábanas. El techo, blanco y liso, se convirtió en un testigo silencioso. Me observaba. Y yo tenía la absurda sensación de que sabía más que yo sobre todo lo que había pasado.
Entonces, inevitablemente, lo recordé todo.
Cada palabra de anoche. La forma en que dijo mi nombre, como si tuviera un peso distinto en sus labios. El momento en que, con voz baja, me dijo que podíamos parar… y cómo, aun así, su mano siguió acariciándome. Cada beso que me dio, y cada espacio en el que sus dedos se detuvieron un segundo más de lo que deberían.
Y luego, como si mi cabeza fuera un rompecabezas mal armado, llegaron las otras piezas:
El arresto de Yasmine.
La pesadilla.
La sombra.
Sus ojos… Dios, esos ojos negros que me miraban sin parpadear.
¿De verdad había pasado?
¿O lo había soñado?
¿O mi mente lo había inventado todo para castigarme?
¿Podía un sueño sentirse así, tan real, tan vivo, tan frío… tan capaz de dejarme con un miedo que aún me eriza la piel?
Si había sido un sueño, ¿por qué todavía podía escuchar el eco de mi respiración acelerada? ¿Por qué sentía, incluso ahora, esa presión en el pecho?
Una noche. Solo una noche… y todo cambió.