Desperté con la sensación de haber caído en el lugar equivocado. Estaba en una habitación extraña, desconocida, el aire denso y el silencio absoluto, un silencio tan profundo que parecía absorber mis propios pensamientos. Las paredes eran lisas y frías, negras, sin ventanas. Me levanté lentamente, sin fijarme si había alguien más conmigo.
Salí al pasillo, y la penumbra me recibió como si fuera parte de un sueño, al fondo noté una puerta abierta. Dentro, una luz roja parpadeante, como si viniera de una lámpara antigua o una luz de emergencia, teñía las paredes de un tono inquietante. Algo no estaba bien. Quería acercarme… pero justo cuando estiré la mano para tocar el marco de la puerta, una luz blanca me cegó.
Parpadeé, confundida.
Y de pronto ya no estaba en el pasillo, me encontraba en el interior de una casa.
La casa era amplia, decorada con elegancia apagada, como si todo hubiera sido caro alguna vez pero ya no tuviera alma. Los muebles eran de madera oscura, pesados, y cada superficie brillaba demasiado, como si alguien los limpiara obsesivamente para que nada del polvo del tiempo quedará a la vista.
En la sala, unas repisas exhibían fotos de una pareja sonriente en la playa, en cenas, en paseos, en una de ellas, ambos reían abrazados en lo que parecía una boda.
Pero había algo en esas imágenes… algo que dolía. Como si en esas sonrisas hubiera un eco vacío, como si se aferraran a una felicidad que ya no estaba allí.
Un murmullo me hizo detenerme, giré la cabeza hacia el pasillo contiguo. A unos metros, una mujer lloraba en brazos de un hombre. No podía ver sus rostros con claridad, sólo sus siluetas.
—Dione, por favor... basta. Ya han pasado años —susurró él, su voz cargada de cansancio mientras la abrazaba.
Un sonido ajeno que pareció arrastrar el aire con él. Era como una llamada, lejana, pero tan nítida que erizó mi piel.
El hombre pasó sobre mí sin verme. No reaccionó ante mi presencia, como si no existiera. Me giré para seguirlo, perpleja, intentando encontrar algún indicio de que me había visto… pero cuando miré de nuevo, la mujer ya no estaba. Ni un rastro, ni un ruido de pasos, tal vez había salido… tal vez nunca estuvo ahí.
Caminé hacia la puerta, con el corazón acelerado y esa presión incómoda en el pecho, cuando una voz infantil me detuvo.
—Hola —
Me giré bruscamente. A mi costado había un niño. No tendría más de ocho años. Tenía el cabello castaño, como si hubiera corrido hace poco. Sus ojos eran de un azul claro, tan intensos que parecían atravesar cualquier sombra, y vestía una sudadera azul con las mangas demasiado largas para sus brazos. Había algo inocente y al mismo tiempo inquietante en su presencia.