Me vi de pronto frente al espejo. Sin saber cómo, estaba frente a él, pálido y temeroso, y la imagen se me mostraba confusa, tan diferente que me atreví a rozar con las yemas de mis dedos el triste reflejo que me devolvía. La intriga embargó mi ser cuando toque el espejo. Era como agua. Pero no fue la intriga de conocer lo desconocido lo que me llevó al suelo y quedar totalmente paranoico.
La imagen que me devolvió el espejo habló. Sabía mi nombre. “Todavía no es tiempo, Wilson. Vive primero, así te conocerás a ti mismo dentro de ti y de mí mismo” ─me dijo con toda calma─.
Aquella voz tan mía, tan de otro, me dejó la sangre helada. Un temblor garrafal invadió mi cuerpo hasta hacerme convulsionar. Confieso que, si Paula no hubiera llegado, estaría muerto.
Conté a Paula lo sucedido y me escuchó como a un niño, mas no sé si me creyó. Confesarle que estaba de pie frente al espejo fue una tontería, me dijo solamente que todo estaría bien y que nada malo pasará, pero su mirada me decía que no creía nada de lo que le dije. Desde el día siguiente estoy bajo el cuidado de una enfermera, de la que ni el nombre logro recordar con certeza; solo sé que su aspecto es un tanto europeo, nada más.
Para ser exacto, la enfermera llegó a la mañana siguiente del hecho ya relatado, tapada con su sombrilla ─pues una leve llovizna se hacía notar en el suelo empedrado─, vestida de blanco como lo exigía su profesión. Entró y charló un buen rato con Paula, mientras yo permanecía contemplando las ligeras gotas de agua que chocaban contra el suelo desde la tranquilidad de mi biblioteca; después escuché abrirse la puerta y ver entrar sin ningún permiso a aquella muchacha de ojos vivarachos y sonrisa fingida, la cual se paró frente a mí y me dijo con tono despectivo “Señor Wilson, ahora yo seré quien cuide de usted”.
Ese burdo comentario hizo que despreciara desde el inicio a la enfermera que, por cierto, poseía unos dotes femeninos extraordinarios, pero no por ello me caía bien. Se lo dije, le dije que no me agradaba su compañía, por lo que solo se rió y dio unas palmaditas en la espalda.
─A nadie le gusta ser cuidado en casa por una enfermera ─dijo al tiempo que se sentaba en un sofá cercano a la puerta─.
Horas más tarde recordé su nombre, más bien volví a escucharlo de sus propios labios. Al parecer se había hartado de que le dijera enfermera una y otra vez. Me pidió con su tono peyorativo que la llamara Virginia, porque eso de estarla llamando enfermera a cada rato era bastante desesperante.
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Una mañana encontré a Virginia leyendo en la biblioteca. La vi sentada de espalda a la puerta, por lo que no notó mi presencia al entrar, además que estaba sumida en la lectura de EL CASTILLO DE OTRANTO. La contemplé por un momento, mientras pensaba en lo atractiva que se veía con las piernas una sobre la otra, leyendo. Una mujer que lee, es una mujer que vale la pena conservar ─pensé─.
─Conque le gusta leer ─la interrumpí al fin, lo que hizo que saliera de la esfera gótica en la que se encontraba─.
─ ¡Señor Wilson!
Dio un saltó para incorporarse de la silla en que estaba sentada un tanto sorprendida, lo que me confirmó que estaba bien sumida en la lectura.
─No se levante, me da gusto que alguien en esta casa comparta la pasión que siento por la lectura.
La noté un poco sensible, ya no era aquella enfermera de tono peyorativo la que hablaba conmigo, sino otro ser más cálido, dulce, afable, lo que me hizo recapacitar en ese momento y no seguir tratándola de la patada como lo había hecho desde el que llegó a casa.